Un respeto para los Grammy
Mala pata. Ocurrió que la última edición de los Grammy coincidió con los Goya. Inevitablemente, los premios del cine eclipsaron aquí a los musicales. Y lo entiendo: la zarzuela que se desarrolló fuera y dentro del Teatro Real madrileño era muy fascinante.
Al día siguiente, periódicos y telediarios españoles apenas encontraron un hueco para la nueva ocurrencia de Lady Gaga y una carrerilla de Mick Jagger. No vi el homenaje a Aretha Franklin o la ceñuda interpretación de Bob Dylan. Una lástima ya que, últimamente, la ceremonia de los Grammy ofrece carnosos contenidos musicales, con todo el savoir faire de unos expertos en grandes espectáculos.
Además, fueron unos premios sorprendentes: "el triunfo del indie", decían algunos. Conviene saber que en la Academia estadounidense se ha ido infiltrando personal procedente del mundillo independiente, que dosifica inteligentemente sus votos. En términos económicos, esas pequeñas discográficas controlan únicamente la décima parte del mercado estadounidense pero, electoralmente, están desbancando a los votantes procedentes de las Cuatro Hermanas (Universal, Sony, Warner, EMI).
Los últimos premios reflejan la creatividad de las independientes
El palmarés demostró que el público se ha fragmentado en islotes sin comunicación entre sí. Los periodistas de medios convencionales se quedaron desconcertados al enterarse que unos tal Arcade Fire habían hecho "el álbum del año". Mayor fue la confusión de la masa que sigue al fenómeno juvenil de la temporada, Justin Bieber. El determinismo tecnológico le respaldaba: Justin domina YouTube, tiene 21 millones de amigos en Facebook y siete millones de seguidores en Twitter. Sin embargo, a la hora de elegir "mejor nuevo artista", los señores de la NARAS prefirieron a Esperanza Spalding, contrabajista y cantante, desconocida fuera del circuito del jazz: "¿Esperanza qué?".
Los Grammy son como un iceberg. Los premios gordos aparecen en la transmisión televisiva mientras la pedrea se reparte en una ceremonia previa. Y ahí está su grandeza. Aparte de su función propagandística, se trata de hacer patente la naturaleza polifacética de la música contemporánea. En otros tiempos, eso daba mucho juego a ciertos comentaristas españoles, que se burlaban del premio a mejor álbum de polca. De hecho, esa categoría desapareció en 2009 pero atendía a una realidad: en EE UU funcionan muchas agrupaciones que tocan polca, para comunidades con antepasados centroeuropeos.
Dentro de sus más de cien categorías, se saluda la existencia de músicas minoritarias como la hawaiana, la new age, la de los indios nativos, la rural de Luisiana (cajun y zydeco), la llamada americana, el rock cristiano, o la banda music, en referencia a las poderosas orquestas de metales que tienen su origen en Sinaloa.
Aunque resulte sorprendente, los disqueros estadounidenses, esos supuestos mercaderes sin escrúpulos, funcionan con una mentalidad multi-culti. En España, cuando la gran industria quiso montar sus propios premios, salió un penoso show de promoción de sus supervendedores: fueron incapaces de reivindicar sus funciones culturales. Con planteamientos cortoplacistas, no estaban preparados para el jaque mate del todo gratis. Así que tiene algo heroico el hecho de que los Grammy sigan defendiendo la excelencia en el objeto físico: hay premios para el mejor envoltorio, para la caja más atractiva, para el mejor texto incluido en un disco.
Los Grammy, desde luego, muestran sus tics. Este año, se ha distinguido por partida doble a artistas fijos-de-la-casa, virtuosos o paladines del buen gusto: Herbie Hancock, Alicia Keys, Jeff Beck o John Legend. Uno duda si el premio al bluesman Pinetop Perkins tiene que ver con el valor intrínseco de su último disco o con el dato anecdótico de que haya cumplido 97 años. Pero también ignoran lo políticamente correcto al galardonar a Buju Banton en la rúbrica de reggae: aparte de ser denunciado como homófobo, está sometido a un proceso por tráfico de cocaína que podría terminar con cadena perpetua.
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