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LA INTENSIDAD DE LA DISTANCIA CORTA
Columna
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En los reinos del cuento: una cronología personal

Antonio Muñoz Molina

1969, o por ahí: en el escaparate de una papelería de Úbeda me llamó la atención una portada y un título. Cuentos de terror, Edgar Allan Poe. La palabra terror y el nombre de Poe me sonaban de aquellas películas truculentas con Vincent Price. La portada, en la inolvidable colección Libro Amigo, de Bruguera, parecía más de película de miedo que de antología literaria (pero yo ignoraba lo que era una antología y hasta probablemente lo que era la literatura): la foto de una calavera encima de la cual ardía una vela. La cera derretida se extendía sobre el hueso pelado. Ahorré para comprar el libro y durante no sé cuánto tiempo fue mi única lectura. Leer por primera vez Los crímenes de la calle Morgue, El corazón delator, La barrica del amontillado o La caída de la casa Usher cuando todavía se tiene la imaginación modelada por los cuentos infantiles lo deja a uno tocado para siempre: el fulgor del misterio encerrado en unas pocas páginas; la zona de sombra que rodea a las palabras escritas y que ni siquiera al final es disipada por ellas.

'El nadador', de Cheever, historia que se recuerda como larga y morosa
Alice Munro puede comprimir novelas enteras en dos o tres páginas
El impacto de leer el principio de 'El Aleph', de Borges, todavía permanece
En la austeridad radical de Rulfo no parecía que hubiera ningún artificio
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Los cuentos de este mundo de Muñoz Molina

- 1973. Un amigo de fuera que ha traído a nuestra ciudad interior la tentación y el sobresalto de una música pop que nosotros apenas habíamos escuchado hasta entonces -The Doors, Jimi Hendrix, The Animals- me da a leer una historia que no se parece a nada que yo haya leído hasta entonces, escrita por un autor del que no sé nada. La isla a mediodía, de Julio Cortázar. Sé que es otra forma de literatura, pero no acierto a saber por qué. Tiene misterio y casi no tiene argumento. Está escrita en un idioma que fluye como fluye la música en una buena canción. Termina y no termina. La sensación que deja pertenece a la poesía casi más que a la experiencia de lo narrativo.

- 1975. La fecha puede no ser exacta pero el lugar lo es. Granada, en los tiempos de la máxima infección ideológica, cuando la lectura en los ámbitos en los que me muevo está casi reducida a la prosa de los manuales marxistas y yo intento escribir teatro bajo el doble influjo obsesivo de Brecht y de Valle-Inclán, con resultados lamentables. No sé cómo cayó en mis manos por primera vez un libro de Borges, El Aleph, en aquella edición con la portada en negro de Alianza. Me caí del caballo tan deslumbrado como Saulo. El impacto de leer el principio de ese cuento que da título al libro todavía permanece. Lo puedo recordar de memoria: "La candente mañana de febrero que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó ni un instante ni al sentimentalismo ni al miedo...".

- 1975, 76. La orgía perpetua de los cuentos: Borges, una y otra vez, y después de Borges Bioy, con su aleación irónica de lo cotidiano y lo fantástico, con su insistencia en la artesanía del oficio; y a través de Borges y Bioy los cuentos sucesivamente memorables de la Antología de la literatura fantástica. El aprendizaje del cuento como una maqueta en la que son visibles todos los elementos, como una máquina analógica que funciona gracias a un meticuloso mecanismo: el punto de partida y el final; la voz narradora; el sigilo de ir preparando los pasos de una revelación; lo extraordinario o lo fantástico como una sugerencia o una posibilidad; la pureza constructiva de la narración policial.

- 1975, 76. Rulfo, de pronto. Aquella austeridad radical en la que no parecía que hubiera ningún artificio, aunque los había, pero muy sutiles, casi del todo invisibles. La verdad de la experiencia de la gente pobre sometida a la violencia, arrastrada por ella, despojada de todo, con la solemnidad impasible del que no tiene nada más que perder. La voz de Macario, acordándose de la leche en los pezones de su madrina; la del hombre que lleva a hombros a su hijo agonizante una noche de luna llena y le pregunta una y otra vez si no oye todavía ladrar los perros.

- 1976. Que no se me olvide Cortázar. Rayuela empezó a aburrirme hacia la mitad, pero vivía en los cuentos. En el escaparate de una librería de Granada los habían puesto junto a un volumen con los de Onetti, y durante meses los dos fueron inaccesibles. Con qué fuerza podía desearse un libro, con qué constancia, día tras día, pasando junto al escaparate, comprobando con algo de alivio y esperanza postergada que seguían allí. Casa tomada, Manuscrito encontrado en un bolsillo, Continuidad de los parques, Las babas del diablo. Lo dicho y lo no dicho. Y los cuentos brumosos de Onetti, contagiando por igual la melancolía, la desolación, la ternura, la exigencia del estilo, la escritura deslizándose como largo solo improvisado de Lester Young. La cara de la desgracia, Bienvenido, Bob...

- 1984, quizás 85. John Cheever, William Irish. Gracias a una recomendación muy atinada de alguien que sabía los descubrí a la vez. La rapidez ácida de Irish, sus tramas policiales tan nihilistas como si las hubiera imaginado Céline. La civilizada desesperación de John Cheever, su capacidad de éxtasis ante las bellezas de la vida y su fondo de negrura alcohólica. Una historia que se recuerda como larga y morosa y tiene solo unas pocas páginas: El nadador.

- 1989. Salinger, los Nueve cuentos. Me entusiasmaron entonces, volví a leerlos el año pasado y pensé que la primera vez no había entendido nada, no me había dado cuenta de lo buenos que son, hechos casi exclusivamente de misterio y silencio.

- 2001. Empecé a leer a Alice Munro porque me gustó el título de un libro de cuentos y también su foto en la solapa, esa mujer guapa, distinguida, de pelo blanco, de sonrisa irónica. Más todavía que Cheever, Munro puede comprimir novelas enteras y largos períodos de la vida en dos o tres páginas, en el espacio en blanco entre dos párrafos. No hay un escritor vivo ahora mismo que me guste tanto como ella. No hay cuento suyo que no me dé una envidia inmensa.

Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, vistos por Eulogia Merle.
Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, vistos por Eulogia Merle.

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