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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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... y no quedó ninguno

Manuel Rodríguez Rivero

Agatha Christie (1890-1976) siempre estuvo íntimamente convencida de que el asesinato podía ser un arte, y el asesino, un artista. De manera que consagró más de ochenta libros -escribió también otros, de otra clase, que firmó con seudónimo- para ilustrar con ejemplos deslumbrantes su convicción. Uno de ellos, quizá el más popular aunque no el mejor, se publica ahora con honores de aniversario: Diez negritos (nueva edición en RBA) cumple 70 años casi tan fresco como el primer día. Y presumiendo de no haber conocido el purgatorio del olvido de los lectores ni el temido infierno de la descatalogación editorial. Traducida a docenas de lenguas -algunas insospechadas por las diferencias culturales- y con un número de ejemplares vendidos que se estima cercano a los cien millones, la novela está considerada por los historiadores del género uno de los grandes paradigmas -temáticos, técnicos, narrativos- de lo que se ha llamado "la edad de oro de la novela policíaca británica".

'Diez negritos' cumple 70 años casi tan fresco como el primer día. Se han vendido cerca de cien millones de ejemplares

Aquel esplendor -jalonado por centenares de historias de detectives editadas durante los años que separan las dos primeras carnicerías mundiales- tuvo sus escritores-estrella, muchos de ellos ya olvidados por el público general y sus obras convertidas en pasto de coleccionistas. Además de Agatha Christie, hubo docenas de mujeres entregadas a la producción de esas novelas policiales -después denominadas whodunits, el apócope inglés para "¿quién lo hizo?"- que se enseñorearon de la edición británica y fueron consumidas casi compulsivamente por un par de generaciones de lectores. Algunas de esas escritoras presiden con justicia el exigente panteón del género, como las inglesas Dorothy Sayers y Margery Allingham o la neozelandesa Ngaio Marsh. Pero Christie fue, sin duda, la reina.

La composición de aquel tipo de novelas se basaba en estrictas reglas y convenciones: debía haber una muerte misteriosa y un círculo de sospechosos cercanos a la víctima, cada uno provisto de móvil, coartada y acceso razonable a las herramientas del crimen. Y era necesario que el misterio fuera desvelado por alguien que usara exclusivamente la deducción lógica a partir de los hechos y datos suministrados al lector -lo que los autores llamaban "juego limpio"-. La interacción entre esos personajes y elementos tenía lugar en un contexto-burbuja que, separado de la realidad social, mantenía, sin embargo, una ambigua relación con ella: un ambiente de clase media que no existía salvo en forma idealizada, una especie de hortus conclusus propicio para el crimen y su resolución. Todas esas normas son las que hacían que la lectura de aquellas novelas tuviera siempre algo de competición deportiva, de partida de cricket o de bridge a varias bandas: la que se jugaba entre los personajes y la, aún más apasionante, que tenía lugar entre el autor y el lector en torno a quién descubriría primero al asesino.

Lo que más fascina de Agatha Christie es que, trabajando deliberadamente en el marco de esa panoplia de convenciones, demostró su genio transgrediéndolas una tras otra. Diez negritos (cuyo título original, Ten little niggers, fue sustituido en sucesivas ediciones por los menos conflictivos Ten little indians o And then there where none) constituye -igual que El asesinato de Rogelio Ackroyd (1926), para mí la obra maestra de la autora- un ejemplo perfecto de esa capacidad transgresora. La víctima quizá sea verdugo, la pista despista, los culpables son todos (lo que no deja de ser psicoanalizable), y el instrumento o arma del crimen puede ser cualquiera (en este caso, diez diferentes, una para cada negrito). El hecho de que la reina del crimen supiera moverse con inteligencia y ambigüedad justo en los límites del "juego limpio" con el lector no es la menor virtud de esta novela. Y del asesino no voy a hablarles porque, como todos ya probablemente sepan, al final no quedó ninguno.

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