El pesimista erótico
El director habla de su vida, de cine, de los actores con los que ha trabajado y de su concepto del erotismo.
Hablar con él es como estar en medio de uno de los largos planos de sus filmes: como si hubiera mil cosas sucediendo y una voz se alzara contando una historia que al principio parece incoherente pero que se convierte al final en el relato al que todos atienden, hasta que el foco pone en primer plano la figura de quien lleva la voz cantante. En el centro de ese plano está Luis García Berlanga, pero habla mirando hacia todos los lados.
De su declarada pasión por el erotismo, y por los objetos eróticos, apenas hay una muestra en su despacho de la calle Gaztambide, en Madrid. Es un zapato de tacón y pedrerías que mira sobre una habitación espartana: un teléfono, un escritorio sobre el que hay un homenaje a Billy Wilder -en inglés, el cartel de Con faldas y a lo loco-, y un folio sobre el que él mismo ha escrito un recado del que no debe olvidarse. Enfrente, sobre una mesa de reuniones totalmente desnuda, los planos de la Ciudad de la Luz, un proyecto que Luis García Berlanga acaricia al menos desde que Enrique Tierno Galván era alcalde de Madrid, y que finalmente se ha ejecutado en Alicante.
Berlanga se sienta en su despacho, cuando llega, como quien ocupa un barco prestado; su sitio deben ser el plató o los grandes espacios o las habitaciones abigarradas de su cine, o su casa, o El Corte Inglés, en cuya cafetería fraguó con su amigo el guionista Rafal Azcona algunas de sus grandes ideas para las películas. Pero aquí está, vestido con su traje gris, entre ejecutivo y soñador, este pesimista declarado que viene ya de muchas batallas, algunas de las cuales fueron, además, fueron batallas de verdad. Tiene 84 años. Dice que ese tiempo que ya se ha echado a la espalda, y que ha convertido su cabello en una superficie completamente blanca, también le ha dañado la memoria. Lucha para buscar algunos nombres, pero de los hechos y de los sucesos, y de las anécdotas, tiene un recuerdo prodigiosamente nítido. Debe ser un tertuliano magnífico, porque al padecer horror al vacío no deja un solo espacio de la conversación sin rellenar, y lo hace no sólo indagando sobre lo que le pasa a los otros sino sobre lo que le ocurre a su alma, que desnuda sin muchos remilgos en seguida que se le pregunta por algo que no sea una anécdota o una circunstancia.
En el cuaderno de notas tengo escrito que, nada más comenzar a hablar, al sentarse, excusándose por llegar tarde, explicando que el sueño le vence sobre todo estos días en que le cuesta tanto empezar a dormir, nos habló de las parcelas infernales a las que le lleva el pesimismo que siempre ha alentado su vida. Nos habló, en la entrevista, de su manera de ser de adolescente: tenía, y tiene, un alto sentido de la amistad, necesita a los amigos, los quiere cerca, es más: en la adolescencia sentía celos cuando unos amigos se iban con otros y a él no le daban cuenta. Y por lo que le escuchamos a lo largo de un día en aquel despacho espartano en el que Berlanga nos recibió, esa manera de ejercer, y de demandar, la amistad sigue vigente como necesidad imperiosa.
Aunque a estas edades parezca contradictorio hablar del espíritu adolescente de Berlanga, sí es cierto que este valenciano de hablar torrencial y risueño esconde algo más que el alma de un cineasta de éxito que ha puesto al erotismo en el primer plano de sus obsesiones. Es también, o acaso sobre todo, un hombre melancólico que siempre se mostró demasiado activo para luchar contra la soledad en la que se sentía a la vez cómodo y acosado: la quería tocar, pero le debe haber asustado llegar al fondo, perderse en ella. Por eso hizo cine.
Juan Antonio Bardem, que trabajó con él en algunos proyectos al principio de las carreras de ambos, le llamaba El Fanfarrón Negativo, y sus compañeros de rodajes le llamaron Míster Cagada, porque cada vez que terminaba de rodar un plano, aunque hubiera salido excelente, exclamaba: "¡Vaya cagada!". Esa valoración singularmente negativa de todo lo que se hacía y el hecho de que una de las grandes obras de Berlanga se llama Bienvenido míster Marshall -cuyo póster, por cierto, está sobre su cabeza mientras nos habla-, valieron para que le quisieran hacer pasar a la historia como Míster Cagada. Su amigo el cineasta Jess Franco, que ha sido su ayudante de dirección en algunas películas, ha rescatado ahora el apelativo para titular las memorias de Berlanga publicadas recientemente por Aguilar, Bienvenido, míster Cagada. Ha sido Jess, y no yo, nos dice Berlanga, quien lo ha hecho todo: ha escrito el libro condensando lo que él dijo, pero él no quiere ver el resultado: jamás leyó ni una biografía ni una entrevista, tampoco leerá esta: le da fastidio imaginar cómo se pondrán algunos de los que haya hablado diciendo cosas que quizá no son ni adecuadas ni justas. No quiere perder amigos, ni contrariarlos.
Con el pretexto del libro de Jess Franco nos sentamos con Berlanga; él dice que es caótico y libertario, desordenado y frenético. Es cierto si se mira la superficie de su manera de ser, pero después de mucho hablar con él nosotros sacamos la impresión de que siempre ha tenido mucho más orden en su cabeza que la que él mismo confiesa. Un día nos dijo Michel Piccoli, su actor en Tamaño natural, que Berlanga le parecía Don Quijote. Alguien le dijo que también se podía ser Sancho. El propio Berlanga no lo cree, pero no estaría mal describirlo diciendo que tiene algo de ambos héroes improbables.
Pregunta. ¿De dónde le viene el pesimismo, ese que le hacía decir ¡vaya cagada! cada rato?
Respuesta. Al tercer día de nacer, ya me estaba cagando en la sociedad española. Es lo que he hecho toda mi vida. Siempre he tenido la sensación de que no iba a tener nada positivo. Y he intentado crearme válvulas de escape. La principal es el erotismo. Es lo más importante de mi vida, una de las pocas cosas que me asciende desde el nivel del barro y de la mierda de esta sociedad que me ha tocado...
P. Decía Michel Piccoli que usted era un Quijote...
R. Tendré que darle las gracias. Hombre, ¡don Quijote! ¡Tendría que ser el marqués de Sade! Es curioso, Michel Piccoli me llama El Imbécil Infeliz y yo le llamo a él El Imbécil Feliz. Yo creo que soy el más antiguo amigo de Piccoli en España.
P. ¿Y hubo muchas razones para venir equipado de pesimismo a este mundo?
R. ¡Joder, yo no soy un médico de los que estudian psicoanálisis! A veces te cuesta razonar qué te pasa, por qué estás mal si nadie te ha hecho ninguna cabronada, pero estás mal. Hasta los ocho años, hasta la guerra civil, yo era un solitario total, no tenía amigos, no salía, estaba encerrado con un solo juguete. Tenía la fantasía estúpida de querer ser invisible y me inventaba algunas cosas para poderlo ser. Luego llegó la guerra civil, y como se cerró todo, pues tuve que salir de casa, y ahí me encontré con un montón de amigos. Y la guerra civil la viví como una apasionada aventura con un grupo de amigos que eran famosos en Valencia por las burradas que hacíamos. En el 36 yo tenía quince años. Y a los trece ya sabía qué pasaba en España porque mi padre era diputado republicano, y mi abuelo había sido senador con Sagasta. Mi familia era una familia de políticos, y con ellos supe que la política era una cagada, como todo.
[Berlanga fue hace unos días a un coloquio organizado por la Complutense, con el rector, Carlos Berzosa. Aunque ese no era el propósito, el diálogo derivó hacia la guerra civil. A Berlanga le dolió que no le hicieran caso cuando quiso contar sus opiniones. Aquí las sigue expresando].
R. Mi padre iba cada semana a las Cortes, y venía a casa los domingos. Era evidente que, desde que ganó el Frente Popular, se produjo en España una crispación espantosa, y desde mi sitio de solitario yo veía eso, aunque mi padre no lo contara. Mi padre era del partido de Lerroux, pero se pasó a la Unión Republicana, con Diego Martínez Barrio. La crispación de ahora es tan terrible como la que hubo entonces, o incluso más, lo que pasa es que ahora nosotros estamos vacunados contra el fusil y contra la trinchera, pero todo se parece mucho. Aquella crispación estaba también alentada por el hambre, pero ahora no hay hambre... Ahora nadie iría con las escopetas al monte, pero se vive un momento angustioso contra el que es bueno alertar.
P. ¿Cómo era su padre, Berlanga?
R. Un político. Como mi abuelo, al que envenenaron; fue presidente de la Diputación de Valencia. Hizo la ley del Alcohol, en 1909, y de ahí viene la leyenda de que lo envenenaron unos alcoholeros gallegos. Yo de alcoholes no entiendo. Tiempo después de esa ley, mientras estaba en un mitin, le dio una peritonitis y murió, y por eso dijeron que lo habían envenenado. Un año después del incidente, el cura del pueblo dijo que sí, que en el banquete él mismo le había puesto veneno al abuelo porque los gallegos le habían sobornado.
P. Y su padre recogió la antorcha política.
R. Y de ahí viene que yo me llame García Berlanga, porque así se llamaba mi abuelo. Entonces mi abuelo estaba en el Partido Liberal, que luego sería el Partido Republicano. Mi padre se llamaba García Pardo, y eso no vendía en las elecciones, tenía que tomar el apellido de mi abuelo, que era el famoso. Así que le pusieron un guión y se pasó a llamar García-Berlanga Pardo, y ese apellido pasó a mi, y ahora a mis hijos e incluso a mis nietos, tomos se llaman García guión Berlanga. Mi padre no tenía la pasión política de mi abuelo, pero siguió adelante, cumplía con su deber. Su jefe político, Martínez Barrio, cuenta en sus memorias algo como esto: vienen a verme Manteca (que era muy amigo de mi padre) y García Berlanga; son unos golferas que siempre están jugando al billar en los casinos militares, yendo a las putas, unos golferas. Yo me acuerdo que cada domingo me traía revistas, aquella revista Crónica en la que había tías en pelotas, algo muy suculento para jovencillos como nosotros. Pues lo que sigue contando Martínez Barrio es muy importante: que Manteca y García Berlanga le cuentan, como están tan en contacto con los casinos militares, que se está preparando una rebelión militar. Y añade Martínez Barrio, el muy bruto: "Como son unos correveidiles no les he hecho mucho caso". ¡Si les hubiera hecho caso!
P. ¿Y cómo vivió usted la guerra civil?
R. Maravillosamente. Tuve la idea de hacer una película con la idea de que habían sido unas largas vacaciones, e incluso estaba trabajando con el escritor Jose Luis Sampedro en la idea, pero tuve que abandonarla porque la plagió un cineasta.Mi padre se marchó, porque le perseguían los anarquistas, y fíjate que yo he querido a los anarquistas. Se fue a Torrelodones, con el coronel republicano Mangada, y luego volvió a Valencia. No pudimos ir a nuestra casa solariega, se la habían quemado, iban a por él, y después se fue a Tánger. Allí lo cogió Franco. Hay persecuciones, muertes, pero, fíjate, en medio de aquel caos yo sentía que estaba viviendo unas largas vacaciones. Descubrí qué eran los amigos, aprendí a encontrar felicidad en los libros. Se suprimieron los colegios, robaba libros, me intelectualicé.
P. ¿Qué libros robaba?
R. Toda la literatura francesa, Cocteau. Alguna vez comparaba libros, no vayas a creer. Inventábamos cosas para robar. Un mío inventó una caja de zapatos que parecía que estaba cerrada y en la que metíamos todos los libros que podíamos. O me los metía debajo de la gabardina, y una vez salieron despedidos, nada más salir a la calle, los volúmenes de una colección entera de revistas de arquitectura. Yo entonces quería ser arquitecto.
P. Y su padre estaba en el exilio.
R. Lo agarraron en el exilio, en Tánger, lo trajeron y le pidieron la pena de muerte. Fíjate, hubo dos divisionarios en la División Azul [la que envió Franco a ayudar a Hitler, en la segunda guerra mundial], Luis Ciges, y Luis García Berlanga, y los padres de ambos eran diputados de Unión Republicana, el de Ciges había sido gobernador en Ávila y mi padre era tan solo diputado. Al de Ciges lo fusilaron los franquistas y mi padre tuvo que huir tanto de los franquistas como de los anarquistas. Fíjate lo que es la vida...
P. ¿Y su madre cómo vivió todo eso?
R. Mi madre intentó que sus hijos sobreviviéramos a aquello, no porque nos quisieran matar , que no era el caso. Me movilizaron en la que se llamó La Quinta del Biberón, y estuve en la batalla de Teruel, a cuarenta grados bajo cero, y después, en la División Azul, estuve en Rusia a 52 bajo cero.
P. Se lo han preguntado mil veces. Mil una: ¿por qué fue usted a la División Azul?
R. Fui porque me lo pidió la familia, porque mi padre estaba con petición de pena de muerte. Pero en realidad lo que me motivó a ir fue una chica. Yo estaba enamorado de ella, creí que estando en la División Azul se quedaría prendada de mi valor y no me mandó ni una carta, y además se hizo novia de mi amigo más íntimo. Fui también porque me lo pidieron, a lo mejor sirve para que le conmuten la pena a tu padre. También fui porque era amigo de los falangistas, que luego no fueron, el que se jugó las pelotas fui yo, pero afortunadamente no me pasó nada. Nunca disparé un tiro, jamás maté a nadie: hacíamos campeonatos de tiro disparando a los postes de la luz, pero jamás le disparé a un hombre. Me pusieron a vigilar, en una torre vigía, pero no veía nada, y me inventaba las cosas. Cuando subía a la torre vigía, en la que estuve nueve meses, no sentía miedo a los alemanes. Hacía un viento espantoso, y a lo que yo le temía era a Drácula. Una vez, subiendo por aquel agujero, me caí, y me salvé gracias a que el fusil se quedó en diagonal, y me pude agarrar... Y mi mayor miedo era encontrarme a Drácula.
P. ¿Usted entendió aquella guerra?
R. Si no he entendido la vida, cómo voy a entender una guerra. La guerra es una complicación de la vida.
P. ¿Y ha reflexionado sobre eso?
R. No... Estábamos en la guerra, ese era el hecho. En ese periodo había muertos por todas partes, y en la posguerra aquel señorito [Franco] siguió matando, y en un caso y otro yo me refugiaba en lo que quería ser. Primero quise ser pintor, y después acaricié la posibilidad de ser arquitecto, pero había que hacer un año de Ciencias Exactas, y eso no iba conmigo... Escribí poesía, y en este libro [Bienvenido Mister Cagada] hay algunos de mis poemas, uno que le hice a Lorca cuando yo tenía quince años, y que es una auténtica cagada, y otro, La pistola, un soneto que está mejor. Tengo como cuarenta poemas, y me he llegado a presentar al Adonais... Empecé a pintar con Ricardo Zamorano, aquel que dibujaba en Triunfo. Es un superviviente de aquel tiempo, como yo... Pero yo en la guerra estaba encerrado, robando libros, leyéndolos. Y conociendo la pasión de la amistad: ¡llegábamos a tener celos entre nosotros! Y cuando acabó la guerra, las guerras, apareció otra vez la soledad. Unas largas vacaciones, y hubo tantas muertes, pero ninguna fue cercana, por fortuna. Me fui enriqueciendo intelectualmente, aunque esa palabra, enriqueciendo, suene tan rara para hablar de aquellos tiempos.
P. Y estaba la condena a muerte de su padre...
R. Como se produjo tan tarde en el curso de la guerra nosotros estábamos más tranquilos, porque pensábamos que ya entonces no iban a fusilar. Pero lo que sí estuvo claro es que no sirvió para nada, a la hora de lograr la conmutación por otra pena, mi presencia en la División Azul... De la División Azul conseguí tan solo dos cosas: que me aprobaran el examen de Estado, que era como la Reválida de después, y que me dejaran entrar gratis en el club de tenis de Valencia... Fueron las dos cosas que conseguí por aquella heroicidad... No te puedo dar nombres, pero lo que sucedió con la conmutación de la pena de muerte de mi padre fue terrible: hubo que pasar por el estraperlo de la muerte...
P. ¿Cómo fue eso?
R. Mi hermano mayor, que era quien llevaba la casa, se enteró de que en Madrid había dos personas, uno era un médico de los ojos y una hermana suya, que cobraban el estraperlo de la muerte... Les dabas una cifra importante y conseguían la sustitución de la pena. Mi padre tenía una fábrica de electricidad, y una finca con muchísimas hectáreas, con muchos pinos, que servían para hacer cajas de naranjas... Y tuvimos que venderlo todo para alcanzar aquella cifra del estraperlo de la muerte... Al final la pena se conmutó por veinte años de cárcel... Imagínate lo que sucedería con los que no tenían dinero, o con los que no sabían que ese estraperlo se daba, pues se los llevaban por delante, una cabronada... Mi padre estuvo tres o cuatro años en la cárcel, tenía una grave afección de corazón, y murió cuando debía tener 60 años. No era muy viejo.
P. Cuando se lee lo que usted le dice a Jess Franco se advierte que es cierto que usted es un gran solitario...
R. Fíjate que no lo voy a leer, me da un gran apuro. No he leído ninguna biografía, ni lo que ha escrito Antonio Gómez Rufo, ni lo que ha escrito Diego Galán, que me perdonen. Cuando se pasa a literatura lo que decimos los del cine me siento raro, porque el guión es lo que más se aproxima a la literatura de todo lo que es el cine, así que un libro sobre un cineasta como yo no es literatura, es otra cosa. La gente del cine somos los más gilipollas del mundo porque somos los más vanidosos del mundo. ¿Has visto que cada seis meses salen en los periódicos jerarquizaciones: este tipo es el número uno del mundo, este tipo es el número uno del cine español, o del cine europeo, o del cine mundial? Eso me irrita: ¿y por qué no jerarquizan sobre el que mejor hace los trasplantes? Pamplinas.
P. ¿De dónde viene su propensión a la soledad?
R. Fíjate que yo creo que no he logrado el ideal total de la soledad... Y tampoco he ido a que me la analicen. Cuando voy por ahí no doy la sensación de ser un solitario. Sí me he analizado la timidez; fui a un médico, que era hermano de un gran capo del Opus; sería hermano de uno del Opus, pero allí estuvimos, sentados, hablando de erotismo y de putas. Fue cuando aún estaba en la Escuela de Cine. Quería quitarme la timidez. Pero había otra cosa que también me quería quitar: la verborrea. Y es que yo hablaba -¡y hablo!- muchísimo, con quien quiera que esté pego la hebra y hablo y hablo y hablo, soy incansable. Y he consultado con dos o tres médicos y todos me dicen que es lo que me queda de la timidez, la verborrea. Es una barrera, para que no me conozcan. Una protección.
P. Pero usted siempre ha trabajado con otros. Directores, como Bardem, guionistas, como Azcona, actores...
R. Alfredo Landa dijo de mi lo que mejor me define: [Berlanga] es un hijo de puta con ventanas a la calle, pero si me llama siempre me tendrá a su lado. Luego se hacen íntimos amigos míos, pero en los rodajes me odian. Es una cosa de asesinarnos mutuamente...
P. Y usted hace esas películas corales en las que todo el mundo habla al mismo tiempo, como si fuera usted muchas veces hablando...
R. Yo creo que hago las películas así por pura pereza. El primer plano que hicimos Bardem y yo se hizo de esa manera, y nos pareció una fatalidad, pero luego a mi me sirvió de pauta...
P. Decía que en la adolescencia mantenía fuertes lazos de amistad, y luego ha tenido parejas estables, como Bardem o como Azcona...
R. Hombre, con Azcona dejé de hacer guiones y eso ha hecho que dejemos de vernos, porque nos juntábamos para escribir, para buscar ideas, pero de vez en cuando nos vemos, no tanto como debiéramos, pero es que ya no se hacen tertulias... La ciudad está llena de coches, uno tarda mucho en desplazarse y ya es más difícil verse... Una vez, hace dos o tres años, quise montar una tertulia: el primer día fuimos dos o tres, se murió uno de los que la propusieron, a la segunda semana fuimos dos, y finalmente acudí yo solo...
P. Es difícil ahora mantener las amistades...
R. Con Azcona no hay distanciamiento... Era siempre una amistad profunda, y se nota cuando nos vemos, aunque estemos cagándonos en la vida mutuamente...
P. ¿Cómo mantiene usted su soledad? La gente relaciona la soledad con la tristeza o con la melancolía...
R. Para mí la soledad es una satisfacción o un enriquecimiento de mi situación biológica y mental... Al estar solo me enriquezco... Me permite quitarme de encima una serie de accesorios, unos reales, como la chaqueta, o el pantalón, y otros mentales, y al quitármelos me siento cojonudamente. ¿Tú no tienes soledad? Pues yo tengo mucha, aunque ahora tenga que convocar una junta para lo que estamos haciendo en Alicante [La Ciudad de la Luz], tengo que ir a un festival erótico en Barcelona, y así sucesivamente... Disimulando la soledad.
P. Y lo que usted ha querido siempre es encontrarse con mujeres...
R. Hombre, eso es lo jodido de todo esto... Al lado de otros superseductores yo no soy nada, quizá por timidez... Y acaso por timidez llegué en un tiempo a tener una pulsión que me trajo muchas complicaciones.
P. ¿Qué pulsión?
R. Abofetear a las mujeres. Un día estábamos en Hamburgo, con los de la Escuela de Cine, una chica se levantó de una mesa, y yo me levanté, fui a ella y la abofeteé. No sé por qué llegué a tener esa pulsión, que no tiene nada que ver con algo que me apasiona, el sadomasoquismo, pero nunca me ha gustado la bofetada. Y sin embargo tuve ese impulso, que de repente le pegaba una bofetada a una señora. La primera vez fue en la Gran Vía, y no llegó a ser una bofetada de verdad. Estábamos en un paso de peatones y le pegué a aquella chica con un periódico doblado. Cómo se puso. La segunda fue esa de Hamburgo. Al principio la chica se indignó, como los que estaban a mi alrededor. No sé qué me pasó, no era como esas cosas del sadomasoquismo, atar y todo eso, que me producen placer, era algo muy distinto. Eso no me producía placer, por eso lo llamo pulsión. Ocurrió durante un año o dos. Una vez, en Bocaccio, en Barcelona, le di una bofetada a una modelo entonces famosa. Me salvó de un linchamiento mi amigo el productor Alfredo Matas, que era un hombre de gran prestigio allí. Y aquella vez de Hamburgo la cosa se calmó, e incluso la chica luego se vino conmigo, me cogió de la mano, me llevó con sus compañeras de residencia y pasamos una noche maravillosa.
P. O sea que le perdonó...
R. Cómo que me perdonó, que eso debió ponerla cachonda.
P. A usted no le gustaría que le dieran una bofetada.
R. ¡No! Yo soy sadomasoquista, pero no me gustan las bofetadas... Me dejaría atar, me gustan todos los juegos sadomasoquistas, pero lo que es la bofetada, no. Lo que menos me gusta del mundo es pegarle una hostia a un tipo o a una chica...
P. ¿Qué límites le pone usted al erotismo?
R. Yo, ninguno. A mi me los ponen la sociedad y la biología, que es la que más me los pone.
P. ¿Y la familia?
R. No les hace gracia, naturalmente, pero lo admiten hasta un cierto punto. Pero no creas que lo practico las veinticuatro horas del día: por pereza, por torpeza, por falta de seducción y por falta de coraje. Creo que la pereza es lo que me frena más: la falta de decisión para ponerte en marcha en busca del placer...
P. ¿Es placer o felicidad?
R. Si esto se logra con una persona sola durante una larga temporada es felicidad. Pero desgraciadamente ese estado de placer continuado no se puede tener con una sola persona largo tiempo.
P. Mucha gente mantiene esos deseos de placer en secreto.
R. Es lo habitual. Pero un día, dando una charla con un amigo que tiene las mismas pasiones que yo, me dije que había que contarlo, y por eso ya lo digo ante todo el mundo.
P. ¿Qué dicen en casa?
R. Al principio se cabreaban, pero se vengan haciéndome que sea el presidente español de los calzonazos... Pero yo me he hecho propagandista de esa manera de buscar el placer porque estoy seguro que en esa búsqueda hay mucha felicidad... Si la gente descubriera los placeres que hay en el sadomasoquismo, incluso en lo más básico, los azotes en el culo, alcanzaría porcentajes muy altos de felicidad.
P. ¿Y cómo teniendo esa pasión sólo ha hecho una película que roza el erotismo, Tamaño natural?
R. Porque no creo que el cine sea un vehículo del erotismo. Ni siquiera el cine porno. El único vehículo del erotismo es el libro. Y no los he hecho porque tampoco soy un escritor. La instantaneidad del cine impide el placer. Carece de poder de sugerencia. En el libro la rubia es aquella persona a la que tú idealizas, pero en el cine la rubia es esa rubia que está en la pantalla. El libro te excita la imaginación, tú modificas a la rubia. En Nueve semanas y media Mickey Rourke le echa leche y frutas a la chica, Kim Bassinger, y eso es muy erótico, pero eso es un instante, casi no te da tiempo a convertirlo en imaginación propia.
P. Así que definitivamente Tamaño natural es una película sobre la soledad...
R. No es erótica para nada. Es la última que se permitió antes de morir Franco. Es una historia muy dura. Me erotizó sin querer porque la muñeca que hicimos costó nueve millones de pesetas. Me acuerdo de que el presidente de la Paramount, que la producía, dijo: "¡Coño, con ese dinero porque no contratan a Brigitte Bardot y que se esté quieta durante toda la película!".
P. ¿Y le propusieron más películas eróticas?
R. Me han propuesto, y una hubiera hecho, pero estaba rodando Nacional III. Pero la hizo un francés imbécil, que parece que hace películas eróticas para lectoras de Telva. Era Histoire d?O... Es mejor en libro que en película, aunque la hubiese hecho yo y no aquel imbécil...
P. ¿Qué ha querido contar en el cine que ha hecho?
R. Lo que me ha salido. Lo que hay en mis películas es pesimismo, aunque he tenido la suerte de recubrirlo con un sainete cómico, de modo que diga lo que diga la gente se ríe, o se sonríe.
P. Puede haber pesimismo, pero también rabia... Al menos con rabia se va uno del cine, después de ver Bienvenido, míster Marshall, Plácido o El verdugo...
R. Yo creo que no había ninguna rabia. Van envueltas en chocolate, de modo que te da la impresión de que estás viendo un sainete. En El verdugo te mueres de risa con esos diálogos que introdujo Miguel Mihura, cuando Manolo Morán le habla a esa cantante que va por los pueblos.
P. Hay mucho surrealismo en su cine.
R. Siempre busco situaciones que no sean cotidianas, que sean disparatadas. Pero muchas han existido. En la Guerra Civil fui a un palacio en el que había vivido un marqués que guardaba fotos en pelotas en las que se le veía follando, y guardaba tarritos en los que había almacenado vello púbico, con sus especificaciones: este es de la niña Tal, de doce años, este es de la joven Cual, de diecisiete. Los guardaba en tubos de aspirinas, y yo saqué eso en La escopeta nacional. En cierto modo, parecen objetos del surrealismo. ¡Si lo hubiera hecho Marcel Duchamp, imagínate lo que habría valido!
P. En las películas parece que hay una fiesta constante. ¿Se pasa bien con usted en los rodajes o es verdad que es usted un rompepelotas?
R. Es una dispersión total; los actores lo hacen muy bien, y producen el efecto que logran las películas que hago, pero se pasan el rodaje cagándose en mí. Otras veces se quedan contentos, sobre todo cuando les dejo improvisar, e improvisando se convierten en guionistas válidos, aunque no cobren por ello...
P. Usted habla muy bien de los actores...
R. Y me pasó una cosa desagradable: di una conferencia y dije que los actores eran unos gilipollas porque no se daban cuenta de que eran los que hacían que la película funcione... Y en un periódico pusieron simplemente: "Luis Berlanga dice que los actores son unos gilipollas". Era un elogio y mira en qué lo convirtieron.
P. ¿Quiénes son sus actores?
R. Habría nombres para hacer el elenco de una película. Muchos venían del teatro; me cayó la lotería de estar al lado de grandes actores del teatro... No necesitaban que les dijera nada, a los actores no hay que decirles nada, ni mimarlos, si son buenos y saben hacer su papel.
P. Nombra mucho a Manuel Aleixandre y a José Luis López Vázquez...
R. López Vázquez iba a ser el protagonista de El verdugo. Pero una era coproducción con Italia y me impusieron a Nino Manfredi, que lo hizo muy bien, pero se veía que no era español. ¡Cómo se ponía el sombrero José Luis no se la ponía nadie! Una vez hicimos Azcona y yo un guión para un corto que iba a ir en una película que firmaríamos cuatro directores, sobre fábulas de Lafontaine. Sólo Azcona y yo cumplimos el encargo, y López Vázquez era un organillero. ¡Era genial! Cómo improvisa, qué genial actor cómico. Si se producía una ruptura en el rodaje, él cambiaba sobre la marcha, y ya estaba otra vez en el papel. Aleixandre no improvisaba. Pero a lo largo de las películas él te iba proporcionando, con su voz peculiar, como una música especial, era un acompañamiento maravilloso.
P. Él se enfadó con usted en Tamaño natural.
R. Todos se enfadaron conmigo, y me llamaron hijo de puta. Pero yo lo recibo muy bien porque sé que en el fondo nos queremos. Creo que he quedado bien con todos ellos. Con doscientos o trescientos que he tenido a mis órdenes a lo largo de mi vida me habré cabreado con cuatro o cinco, y nunca españoles.
P. ¿Qué películas suyas ama?
R. Yo no jerarquizo. Jerarquizar es vanidoso, ya te lo he dicho.
P. ¿Y directores o películas que le hayan influido?
R. Me ha gustado siempre el humor, y debe haber cuarenta que me hayan impresionado, pero las que tengo en un altar son To be or not to be, de Lubitsch, y El apartamento, de Billy Wilder, que es maravillosa, es la mejor cosa que se ha hecho a todos los niveles...
P. Hablando con usted uno parece estar usando el plano secuencia que tan famoso le ha hecho, como si todos los personajes que son usted mismo se manifestaran al mismo tiempo...
R. El plano secuencia lo usé porque me aburría cambiar luces, planos. Fue por pereza. Le dije al operador: vamos a empezar aquí y vamos siguiendo al actor, y luego al otro actor, y mientras hable tú le sigues, hasta que tropieces y entonces paramos. Era para liberarme de la pereza. Y me enamoré mucho de esa técnica.
P. Dice usted que su vida ha sido una lucha entre la corrección y el desmadre...
R. Todo el mundo se tambalea entre seguir las reglas o desobedecerlas. Me gustaría que me dejaran ser enteramente libertario. Se empeñan en que sea más pepero que Rajoy o más socialista que Zapatero, y yo lo que quiero ser es un anarquista... Una cosa muy jodida.
P. ¿Y qué se siente usted?
R. Yo me intenté hacer del Partido Egoísta, que creó Tucker, el de los coches, en Estados Unidos. Cuando me quise hacer, ya se había disuelto. Y me quise hacer ciudadano del mundo. Y así me siento, ciudadano del mundo. Cuando acabó la guerra quise hacer una tertulia de falangistas y de anarquistas, y de otros partidos, estaba en esa tertulia Pepe Martínez, a quien ayudamos a salir a Barcelona, y luego creó Ruedo Ibérico. Se nos juntó también Pepe Hierro. Y era una tertulia en la que no había aquel aire cruento que hubo en la guerra. Ahora ya no puede haber tertulias así. Los que menos me gustaban entonces eran los comunistas, pero cuánto lucharon, con Bardem a la cabeza, para que me hiciera del partido. Hasta que dijeron: "Con Berlanga no podemos". Iba contra mi manera de ser todo aquel reglamento que tenían los comunistas.
P. ¿Qué hace ahora?
R. Estoy metido en La Ciudad de La Luz, en Alicante. Son unos grandes estudios. Ya se está rodando La dama boba, de Manuel Iborra, la primera película que se hace allí. Intenté montar esa ciudad del cine con Tierno. Y no salió. Y después de muchas vicisitudes salió en la Comunidad Valenciana; primero Joan Lerma [presidente socialista de la Comunidad] dijo que sí, pero no se pusieron a hacerlo, hasta que llegó [Eduardo] Zaplana y dijo adelante, y estamos terminando.
P. ¿Nada de cine?
R. Nada.
P. Así que no se siente ni Sancho ni Quijote...
R. No tengo nada del Quijote. Yo creo que soy el único español que no debió pasar de la página tercera del Quijote.
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