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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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¿Por qué nos gusta Rothko?

¿Por qué nos gusta tanto Rothko? Durante años he tratado de responder a esta pregunta y ahora que ya tengo más años que Rothko llegó a vivir me parece saber por qué. Me parece saber que quien no pinta es incapaz de entender lo que Roth-ko hacía y lo que hacía que pintara así.

Ricardo Menéndez Salmón en su afectado libro La luz es más antigua que el amor, hace un esfuerzo ímprobo, un esfuerzo literario, para dar cuenta de lo que estaba en la cabeza de Rothko, sin percatarse que esa cabeza y sus cuadros vienen a ser un reflejo de casi la misma opción. No digo de "la misma opción" puesto que toda coincidencia, todo parecido, toda equivalencia es falsa, falsificación. Digo "casi" puesto que ese punto cumple la certeza de la misma ocasión.

No hay un más allá detrás de sus bellas pinturas. Hay el más rudo, honesto y sincero más acá

Pero, además, en esta ocasión y llegado a un punto, su pintura es aquella que se plasma irremisiblemente, "irresbalablemente", en una estampa que redunda sobre la matriz del cerebro tal como si la masa cerebral abandonara sus tres dimensiones para consumarse, culminarse y expresarse en una doble y exacta dimensión.

El plano y no el relieve es lo más sincero que, en cualquier arte, desde el dibujo al boceto arquitectónico, puede llegarse a alcanzar. No pretendo decir, Dios nos libre, que Rothko fuera casi un santo con sus alardes de misticismo, beatitud y primitiva religiosidad pero pudo haber comprendido, desde que se hizo famoso, que la fama posee dos dimensiones verdaderas y una tercera que pertenece a la publicidad.

Gracias a esta conciencia, conciencia de verdad y engaño, gracias a la placentera experiencia de la honestidad y no de la vanidad, los cuadros de Rothko adquieren la potencia de la dimensión a dos. Alto por ancho, tal como viene a ser el cálculo definitivo que galeristas, marchantes o tasadores tienen en cuenta antes de calcular el precio mercantil de la creación.

Como los tejidos de un telar o las alfombras del salón, lo primero es saber el ancho y el largo de lo que se desea incluir en el pedido, la importancia de lo que se quiere comprar. O expresado al revés: el cuadro se revela no principalmente pero sí aparatosamente a través de su variable proporción.

La moderna y contemporánea pintura norteamericana lo entendió cabalmente y lo predicó después con perfección. Un cuadro no termina de ser completo si no nos incorpora a él. Un cuadro no es un cuadro si la influencia de su talla obliga a acercar la vista y, en consecuencia, nos exige un acercamiento artificioso que destruye toda espontaneidad. Más sucintamente: una obra de arte no alcanza su objetivo completo si no nos objetiva envueltos en la óptica de su seducción.

De este modo nos gusta tanto Rothko. Sus cuadros son lo que hubiéramos sido en la pintura sin ser profesionalmente pintores. Es decir, siendo solo espectadores, notarios o doctores. No hay un más allá -ni místico, ni mágico- detrás de sus bellas pinturas. Hay, por el contrario, el más rudo, honesto y sincero más acá.

No es preciso penetrar en la composición del lienzo que pinta Rothko: el lienzo acaba allí su composición y su contenido a la vez que culmina de un golpe la absoluta contemplación. Es tonto o artificioso, lo mismo da, asociar el suicidio de Rothko a cualquier circunstancia artística o trascendental. Simplemente estaba deprimido y traicionado sexualmente.

Los pintores, como los ganaderos, son antes gañanes que ovejas, antes humanos que pintores. Y, si encima se trata de norteamericanos, de origen o de adopción, lo que vale es mostrarse claros, directos, sin trampa ni cartón ante el cliente.

Todo enrevesamiento en el análisis de Rothko caerá en el ridículo por exceso de discurso sofisticador. Precisamente por lo contrario de la retórica europea nos gusta tanto la luz, la oscuridad y los colores sensuales del hijo de Jakob Rothkowitz y Anna Goldin. Con él se entiende sencillamente que la pintura es la pintura y, a continuación, con o sin suicidio, apaga y vámonos.

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