Nuestro mejor narrador
No lo ha hecho mal el azar. El mismo año en que se ha otorgado el Premio de las Letras a Juan Goytisolo, le han dado el Cervantes a Juan Marsé, dos candidatos que llevaban muchos años de presencias infructuosas en las votaciones y que merecían cualquiera de los dos galardones. La obstinación de los jurados en el caso de Goytisolo lo acercaba más -pensaría alguno de sus entusiastas- a la pureza del disidente y a la mala suerte de sus héroes literarios. Resulta más difícil aventurar los motivos que han tenido a Juan Marsé lejos de los premios. ¿Será que en España la popularidad sigue siendo incompatible con el mérito? ¿O quizá alguien habrá pensado que con Marsé se colarían de rondón por las moquetas tantos Sarnitas y Pijoapartes, Rositas y Montses, como pueblan su obra?
Pero bien está lo que bien acaba... Marsé es el novelista español que tiene un mundo más propio y coherente y cuya influencia en lo mejor de la nueva narrativa es más visible. Y es, ahora que tanto se habla de memoria histórica, el único que podría impartir cursos de su teoría y práctica: sabe que la memoria nos construye como seres morales pero también que es un hecho privado y mudable, fantasioso y mendaz, como supieron el Luys Forest de La muchacha de las bragas de oro o los inventores de Víctor Bartra en Rabos de lagartija. Todos sus lectores vieron que, a partir de Un día volveré, aquel ciclo de la memoria rescatada que se inició en Si te dicen que caí incluía la imaginación y el autoengaño. Y que desde el inspector de Ronda de Guinardó hasta el Raúl Fuentes de Canciones de amor de Lolita's Club, ni los que tiran de pistola son exclusivamente malos.
Marsé escribió su primera novela, Encerrados con un solo juguete (1960), con poco más de veinte años y la entregó a una empleada en la portería de Seix-Barral con destino al premio Biblioteca Breve. No lo ganó por poco, pero conquistó amigos. Allí apareció por vez primera el barrio clave del resto de su obra: el dédalo de calles que descienden desde el Carmelo hacia Gracia y el Ensanche. Aquel fue el paisaje originario de Últimas tardes con Teresa (1966), su carta de presentación intelectual en aquella literatura de vísperas a la que perteneció también Señas de identidad (1966), la novela de Juan Goytisolo. En rigor, aquellas dos grandes parábolas sólo podían escribirse desde una experiencia barcelonesa: a la vez intelectual y popular, comprometida y desencantada, profundamente mestiza.
Otro gran escritor catalán hubiera celebrado de verdad el Cervantes de Marsé: Jaime Gil de Biedma. Uno era hijo "de la pérgola y el tenis"; el otro, vinculado a la Barcelona derrotada en 1939. Los dos se admiraron sinceramente: el poeta a rachas encontraba en Marsé el contrapeso vital para una inteligencia como la suya que tendía más a la inhibición lúcida que al compromiso; el novelista aprendió a refugiar en el sarcasmo su tendencia a lo cómico. Gil de Biedma ha escrito el puñado de poemas más importante hecho en España entre 1960 y 1970; no debería haber reserva en reconocer que Marsé es, desde ese 1960, nuestro mejor narrador.
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