La libertad de expresión y los cómicos
En una sentencia de 1986, el caso Lingens, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos recordaba que "la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de la sociedad democrática, que (...) comprende no sólo las informaciones consideradas como inofensivas o indiferentes, o que se acojan favorablemente, sino también aquellas que puedan inquietar al Estado o a una parte de la población, pues así resulta del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe una sociedad democrática". La libertad de expresión de la que hicieron un digno ejercicio los actores que intervinieron en la ceremonia de entrega de los Premios Goya es posible que haya inquietado a algunos poderes del Estado, pero ello no puede ser entendido más que como una lógica consecuencia del ejercicio de un derecho fundamental por parte de un conjunto de ciudadanos, que han tenido la oportunidad de aprovechar la plataforma que ofrece una cadena pública de televisión para hacer llegar su opinión a la sociedad. Una opinión acerca de temas candentes, como son el más que probable estallido de una guerra preventiva en Irak decidida por EE UU, las políticas públicas llevadas a cabo por el actual Gobierno acerca de la catástrofe ecológica del buque Prestige, las reestructuraciones laborales que dejan en el paro y la desesperanza a miles de trabajadores... Y todo ello en el marco de una fiesta de entrega de premios a películas en las que, en algunas de ellas, se abordan de forma lúcida y brillante algunos de los temas que forman parte del universo de preocupaciones e inquietudes de la ciudadanía. Es decir, en el marco de un cine hecho aquí, que goza de la aceptación popular a pesar de la crisis sectorial que le afecta frente a la permanente OPA hostil del cine norteamericano.
En este contexto, el papel de los actores, es decir, la función que cumplen los cómicos, como así los denominaba con exquisita sensibilidad e inteligencia Fernando Fernán-Gómez en aquel inolvidable Viaje a ninguna parte, es el de provocar a la sociedad, el de sacudirla, agitarla.., especialmente cuando parece aletargada, para que desde la intangible libertad de cada uno, el individuo y el propio cuerpo social puedan hacerse una idea más cabal sobre el mundo que les rodea y la acción política que llevan a cabo sus legítimos representantes en las instituciones públicas. Ésa era la finalidad que García Lorca atribuía al teatro en su experiencia de La Barraca en los cortos y fructíferos años republicanos y ésa es la función que los cómicos del cine cumplieron la otra noche en Madrid. La de hacer uso legítimo de su condición de profesionales del escenario público para expresarse ante un auditorio, al que muchos de los medios de comunicación de titularidad pública le hurta una información plural sobre los preparativos de una guerra que se avecina o sobre las consecuencias de determinadas políticas económicas y las crisis laborales que llegan a provocar.
La relación del poder con los cómicos nunca ha sido pacífica. Y así ha de ser. Es verdad que Mephistos ha habido muchos, y no sólo en la Alemania hitleriana, porque la sombra del poder, como la del ciprés, es alargada, y es cierto que los sigue habiendo en todas partes en función de la coyuntura. Por esta razón, que unos actores se expresen en el escenario, se esté o no de acuerdo con ellos, sobre los contenciosos sociales que pueden negar el pan y la sal a una parte de los humanos, es un ejercicio de libertad y de salud democrática. En EE UU, cuando Arthur Miller escribió su Panorama sobre el puente, la Muerte de un viajante o Las brujas de Salem, lo hacía en un contexto social y político nada proclive a la crítica, a pesar la imperturbable vigencia de la Enmienda Primera a la Constitución de 1787. Sin embargo, estas obras supusieron una denuncia y un compromiso que siguen siendo un referente para los cómicos, con absoluta independencia de opciones estéticas en el cine o en el teatro o en cualquier manifestación del arte. Un referente que sin duda se encuentra en la espléndida y cruda película Los lunes al sol, en Smoking room, en Hable con ella, en Lugares comunes, en El efecto Iguazú y en tantas otras imprescindibles
Es cierto, la libertad de expresión puede dar cobertura a las ideas más miserables del ser humano, como es, por ejemplo, la no condena de un asesinato de ETA por parte la cultura totalitaria del mundo de Batasuna. Pero, desde luego, la libertad de expresión que permite manifestar la libertad ideológica es un elemento de calidad democrática que los directores y actores de los Premios Goya ejercieron con especial dignidad. Sobre todo cuando la política informativa de las cadenas públicas de televisión responde más a criterios de oportunidad de la mayoría política que gobierna en el Estado o en la comunidad autónoma que no al mandato constitucional del pluralismo. Por ésta y muchas otras razones viene bien recordar la jurisprudencia del maltratado Tribunal Constitucional cuando en su STC 20/1990 (FJ 5ª) recordaba, incluso para amparar la crítica al Rey, que "la libertad ideológica indisolublemente unida al pluralismo político (...), exige la máxima amplitud en el ejercicio de aquélla y, naturalmente, no sólo en lo coincidente con la Constitución y con el resto del ordenamiento jurídico, sino también en lo que resulte contrapuesto a los valores y bienes que en ellos se consagran". Si esto es así, que lo es, el viaje de los cómicos iniciado la otra noche tiene un sentido claro: movilizar las conciencias.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
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