'La ley de la calle', Rusty no estuvo allí
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Todo ocurrió cuando no estábamos y encima no nos dimos cuenta. Ese es el resumen a brochazos de la gran película de Coppola, La ley de la calle, originalmente Rumble fish (1983) -alusión a un tipo de pez cuyo universo sólo es una pecera- y ahí se encierran tanto su grandeza como sus limitaciones. La película es una elegía póstuma a Easy Rider de Dennis Hopper, a su vez la apología del mundo hippy, de la literatura beatnik, que ya moribundeaba cuando se estrenó en 1969, pero que en momento coral y decisivo hace decir a uno de sus protagonistas: "they will make it, they will make it" -lo lograrán, lo lograrán- refiriéndose a la consolidación de la vida en una comuna. Coppola, 14 años más tarde, responde que no lo lograron.
La grandeza del filme restalla en su poder de evocación de un mundo pasado, el de las pandillas limpias, ni manchadas ni enganchadas a la droga, sin más armas que los puños y con un código de honor que las hacía más próximas a la caballería medieval que a las mafias rastreras de El Padrino, siempre bajo la dirección de Coppola. Y también es su limitación porque todo está gruesamente subrayado: el reloj sin manecillas con su imagen de tiempo inmóvil y enterrado; el propio Hopper, hippy envejecido y alcoholizado, que interpreta al padre del muchacho Dillon -Rusty James- que con su sola presencia nos está diciendo lo devastadora que puede ser la metáfora presuntamente poética en el cine; lo que antes se llamaba el mensaje.
En un momento de tensión entre pandillas de una ciudad de provincias aparece como Arturo un personaje casi literalmente descendido de una nube, que es Mickey Rourke, hermano mayor del protagonista, que abandonó la localidad años antes dejando vacante un trono urbano que reclama a su regreso. Es un Kerouac ágrafo que vive en una moto como el impulsor de la generación beat lo hacía en el automóvil de On the Road; y también un Shane -en España, Raíces Profundas- en el que la idealización se ha diluido en amargura. Si la película de George Stevens no se atrevía a escenificar la sentencia de muerte sobre el pistolero que cruza a caballo un camposanto, Coppola sí cierra el círculo con el avieso fulgor del arma blanca.
Nos hallamos ante lo que podía haber sido un peliculón, pero que sigue siendo, pese a sus culturalismos, un gran trabajo. Filmada en negro sucio y blanco cegador, como la última obra de Welles Sed de Mal (Touch of Evil, 1958), Rumble Fish es, además, un viaje iniciático pero no con el júbilo de un descubrimiento del mundo, sino la verificación corrompida de que ese mundo ha muerto, y para ello cuenta con un intérprete extraordinario, Rourke, hoy convertido en juguete roto por sus veleidades de boxeador, su afecto por el alcohol, un malditismo que no desmentiría Baudelaire, y su comprensión del papel del IRA en Irlanda del Norte. Junto a Rourke, la bellísima e infantil Diane Lane y un Dillon de ojos como platos. Dennis Hopper ya era entonces uno de los grandes salteadores de pantallas de la historia del cine.
Babelia
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