En francés (S.V.P.)
Buena parte de los diálogos de Guerra y paz, incluyendo el párrafo inicial de la dama de honor Anna Pávlovna Scherer, están escritos en francés. Cuando el conde Pierre Bezújov se declara a la princesa Elena Kuraguina no lo hace en ruso, sino en la lengua de sus afectos: Je vous aime, le dice. Y si repasáramos -atentos a las cursivas que indican "en francés en el original"- la literatura del XIX nos encontraríamos con que Tolstoi sólo refleja para Rusia algo que, quizás con menor énfasis, era habitual en la obra de otros escritores europeos: el reconocimiento de que, del siglo XVIII a mediados del XX, la lengua de Molière, de Rousseau y de Voltaire se empleó, primero, como el segundo idioma de las clases aristocráticas y, más tarde, de las simplemente cultas. La mayoría de niños de mi generación estudió francés en el colegio (incluyendo un año de literatura), y no sólo porque Francia estaba ahí al lado: el resplandor de su cultura se hacía sentir con una fuerza muy superior a la de su ya menguado peso político. Los cinco premios Nobel concedidos entre 1947 y 1964 a Gide, Mauriac, Camus, Saint-John Perse y Sartre (que no quiso recogerlo) reflejan y condensan el prestigio de una literatura cuya influencia se manifestaba en la de todos los demás ámbitos lingüísticos.
Otros ven un nuevo esplendor en la novela que publican escritores que usan el francés independientemente de dónde hayan nacido
La pasada Feria del Libro de Madrid, en la que, en teoría, la literatura francesa era la estrella invitada, ha constituido una ocasión perdida para debatir en profundidad -y más allá de algunos actos planteados con poca convicción y menos medios- el presente de una cultura apoyada (envidiablemente, para algunos) desde el Estado (con casi el 1,5 % del PIB), pero cuya influencia global está hoy muy por debajo de la anglosajona. En lo que se refiere a la novela, por ejemplo, basta con repasar los catálogos de los más importantes sellos literarios europeos para darse cuenta de que -a pesar del atractivo sistema de ayudas implementado por el Ministère de la Culture et de la Communication- el interés de la edición internacional por la narrativa francesa está muy por debajo del de hace unas décadas.
Pero quizás las cosas estén cambiando. La polémica desatada por aquella primera del semanario Time en que se proclamaba "la muerte de la cultura francesa" (y que mejoró las ventas europeas de la revista) no ha sido del todo estéril. Mientras algunos intelectuales (Pierre Assouline, Jorge Semprún) reconocen un cierto ensimismamiento -"ombliguismo"- en la novela que hoy se escribe en el Hexágono, reprochándole que se entretiene demasiado en mirar hacia adentro y poco hacia afuera, otros creen reconocer un nuevo esplendor en la que están publicando escritores que utilizan el francés independientemente de dónde hayan nacido y cuál sea su lengua materna. Superada la bizantina (y un punto neocolonialista) polémica de la "francofonía" (Le Clézio contribuyó a hacerlo con una declaración inteligente: "escribo en francés, luego soy francófono") que pretendía poner fronteras a esos escritores franceses que no lo eran de nacimiento, el debate de la calidad sigue abierto. Ninguna cultura calibra con precisión los méritos y la importancia histórica de sus escritores contemporáneos, de manera que sería legítimo preguntarse si -por ejemplo- Yasmina Khadra (Mohammed Moulessehoul), Jonathan Littell, Atiq Rahimi, Mercedes Deambrosis y otros como ellos, no serán quienes, en el futuro, puedan ser percibidos -junto con los escritores francófonos procedentes de las antiguas colonias y algunas individualidades "autóctonas"-, como la cabeza de puente de la renovación (y no sólo temática) de la novela que se escribe en esta lengua. Que, no lo olvidemos, también ha sido la que escogieron (total o parcialmente) otros escritores extranjeros: desde Beckett, Ionesco, Green (Julien) o Semprún a Bianciotti, Makine, Ben Jelloun o Dai Sije. Y con cuyas obras tanto hemos gozado. Y aprendido.
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