El boxeador atormentado que superó sus demonios interiores
Conocí a Norman Mailer en la primavera de 1948, cuando el United States, el transatlántico en el que viajábamos mi madre y yo -quizá era su viaje inaugural-, atracó en Cherburgo, un puerto que mostraba aún toda la destrucción causada por los bombardeos en la II Guerra Mundial. Acababa de terminar el bachillerato, era la primera vez que veía Francia, la primera vez que veía Europa, y me deslumbró. Había vivido la guerra desde el colegio con la sensación de que Europa estaba más lejos que Marte. También me deslumbró un joven de sonrisa contagiosa que, con su esposa, Bea, había ido a Cherburgo a recibir a su madre y su hermana Barbara, que viajaban en el mismo barco que nosotras. Norman Mailer todavía no era Norman Mailer; su madre le llevaba una primera copia de Los desnudos y los muertos, que iba a publicarse en Estados Unidos el otoño siguiente.
Ofreció su coche para la liberación de Lamana y Sánchez Albornoz
Conocí a Norman Mailer cuando todavía no era Norman Mailer
En una fiesta llegó a apuñalar a su segunda esposa, Adele
Al final recobró su equilibrio e inició su mejor periodo como escritor
Su musa, el hilo de sus obras de ficción y reportajes, era América
Mi madre, que era una artista muy intuitiva, había conocido a la madre de Mailer en el barco e incluso había leído la novela. Yo no. Le había dicho entre dientes que no me apetecía conocer al hijo de aquella madre de Brooklyn tan convencida de que él era un genio, y que lo que tenía eran ganas de entrar en contacto con el verdadero París. Cuando nos presentaron a Norman y Bea en el muelle, mi madre se acercó rápidamente a él y proclamó: "Felicidades. Ha escrito usted la gran novela sobre la guerra". Al morir mi madre, en los años noventa, hubo una cena en Cape Cod en la que Norman se puso de pie y brindó por ella; recordó que había sido la primera persona que le había hablado de lo que él había hecho, que le había llamado escritor. La segunda frase que le soltó fue: "Mi hija está empeñada en vivir en París. ¿Le importaría cuidar de ella cuando yo me vaya?".
Hoy día, casi toda la gente que conozco es más joven que yo. Pero al principio yo era siempre la más joven, la niña, la mocosa, ésa fue mi primera identidad. Mi hermano mayor había estudiado en Harvard, como Norman, pero me consideraba demasiado pequeña para estar en sus reuniones de amigos. En cambio, Norman y Bea empezaron a invitarme a las fiestas que daban en su piso de Montparnasse, en la rue Bréa.
Fue un cambio tremendo para mí. Conocí al intelectual trotskista Jean Malaquais y a brillantes críticos literarios estadounidenses, como Mark Linenthal, y a jóvenes franceses y españoles desplazados por la guerra. Norman no se limitaba a un solo grupo de gente, sino que era muy ecléctico. En una de aquellas veladas conocí a Paco Benet. Norman había conocido a un amigo de Paco, Enrique Cruz Salido -su padre, diputado socialista por Jaén, había formado parte, junto con Luis Companys, del grupo de presos que los franceses habían entregado a Franco para que los ejecutara-, durante su asistencia al Seminario de Salzburgo. Fueron Paco y Enrique quienes urdieron el plan para liberar a Manolo Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz de Cuelgamuros y Norman (que estaba a punto de irse a Nueva York para publicar su novela) les ofreció su coche y dos personas que sirvieran de señuelos: su hermana Barbara y yo. Pero Barbara, pese a haber terminado la universidad -después me confesó que tanto ella como su hermano me consideraban solamente una niña que acababa de terminar el bachillerato-, no tenía carnet de conducir, y yo sí.
Norman y yo nos fuimos a dar vueltas por Chartres -quería ver si era buena conductora- y pude conocerle bien. Me trataba como a una adulta y era una persona con una curiosidad infinita por la gente y por el mundo. Era capaz de reflexionar sobre la experiencia que yo iba a vivir en España y, al mismo tiempo, contemplar la ciudad. Allí estábamos, dos estadounidenses admirados ante el rosetón de la fachada.
A Norman le cautivaba todo lo relacionado con la imagen y la arquitectura, cuando era algo maravilloso y lleno de alma, significaba para él tanto como la política y la literatura. Aquel día mágico habló sin parar -siempre sabía un montón de cosas- sobre Chartres.
Fue el otoño en el que Norman se hizo famoso de la noche a la mañana. Después comentó, en muchas ocasiones, que el hecho de que le hubiera sucedido cuando tenía 24 años le impidió, en muchos aspectos, tener conciencia de los altibajos normales que casi todos experimentamos entre nuestra época de estudiantes y la verdadera vida adulta. Desde luego, las presiones de estar ante los focos desde tan joven contribuyeron a su tormentoso periodo intermedio como escritor. Conmigo, con Barbara -estaban muy unidos-, con su familia y sus amigos de Harvard, siempre mantenía una actitud como de hijo rebelde de la burguesía.
Pero en sus fiestas no había más que gente de ese tipo. Le fascinaban los actores y Hollywood. Recuerdo a Marlon Brando apoyado contra la pared de la cocina del piso que tenía Norman en el East Village; estaba callado y parecía observarnos a los demás con un vago desconcierto.
Luego llegó una época mucho más oscura. Un buen día, la radio difundió la noticia de que, en una fiesta de total descontrol, Norman había apuñalado a su segunda esposa, Adele. Los demonios interiores de Norman, sus pesadillas y las presiones para que fuera en todo momento el escritor más grande de América, desembocaron en aquel horror. Pero Norman era un luchador y combatió el odio a sí mismo y el desprecio del mundo literario elegante.
Al final logró recobrar su equilibrio e inició su mejor periodo como autor. La verdadera musa de Norman, el hilo que une sus obras de ficción, sus reportajes y sus documentales, era América. A diferencia de Bellow, Roth y Updike, cuyas obras son más autobiográficas, Norman siempre miraba hacia afuera: los faraones egipcios, la llegada a la Luna, las elecciones estadounidenses, los asesinos y -en su última novela- la infancia de Hitler. A medida que cumplió años, fue convirtiéndose en una especie de patriarca.
Tuvo la enorme suerte de casarse con Norris Church, una belleza sureña, modelo, artista y escritora, que introdujo el orden en sus últimos 30 años de vida y en las vidas de sus hijos, nueve en total. Sin embargo, yo estaba preocupada. Tal vez fueron las muertes de Saul Bellow y de mi amigo Larry Rivers, tal vez las enfermedades del propio Norman, cada vez más frecuentes. En el fondo, yo sabía que le quedaba poco tiempo. Tanto en sus buenas épocas como en sus periodos tormentosos, Norman formó parte esencial del panorama estadounidense durante más de medio siglo, una prolongada presencia pública que le sitúa en la misma categoría que a Victor Hugo y Picasso.
Hay un sentimiento de pérdida. Y en cuanto a mí, qué puedo decir. De pronto, me siento huérfana.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Babelia
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