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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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El año cero

Manuel Rodríguez Rivero

En marzo de 1945, cuando Alemania es ya una gigantesca montaña de cascotes e incluso los más fanáticos nazis ven inminente la derrota total del Reich, Hitler se confía a su arquitecto y amigo Albert Speer: "Si se pierde la guerra, también se perderá el pueblo; no es necesario preocuparse por las bases que necesite el pueblo alemán para su elemental subsistencia. Al contrario, es mejor destruir esas cosas".

La voluntad de (auto)destrucción forma parte esencial de ese terrible final operístico -un nuevo Götterdämmerung, esta vez sin redención posible- con que el dictador quiere coronar su fracaso: si yo (Alemania) no me salvo, el pueblo, que ha sido incapaz de estar a la altura de su misión (es decir, de mi sueño), tampoco. Obsesionado por el fantasma del Armisticio de 1918, que estaba en el origen del mito revanchista de la "puñalada en la espalda", y convencido de que la pedagogía del sacrificio heroico -tan presente en la cultura alemana del XIX- serviría para galvanizar a las generaciones futuras, Hitler es, también, el máximo responsable de la orgía de violencia provocada por la prolongación de la resistencia al enemigo ("hasta el último hombre y la última bala") más allá de cualquier expectativa razonable. Los libros de Anthony Beevor (Berlín: la caída, 1945, Crítica) y Joachim Fest (El hundimiento, Galaxia Gutenberg), daban cuenta -como antes había hecho el pionero Los últimos días de Hitler (Alba), de Trevor Roper- de la atmósfera de devastación y ciega locura en que transcurre el último acto: esos apocalípticos meses que separan el comienzo de la ofensiva final del Ejército Rojo del suicidio de Hitler y la rendición de la Wehrmacht.

Richard Bessel analiza el modo en que los supervivientes lograron regresar del infierno y reconstruir una existencia hecha añicos

A ellos viene a añadirse ahora Alemania 1945, de la guerra a la paz (Ediciones B), de Richard Bessel, en el que, tras examinar prolijamente las circunstancias del Apocalipsis alemán -guerra de aniquilamiento, colapso económico, desintegración social, pérdida generalizada de referencias morales-, se analizan los mecanismos implementados por los supervivientes para regresar del infierno provocado por la bancarrota del nazismo y reconstruir los fragmentos de una existencia hecha añicos. Y todo ello en medio de aquel desolador paisaje de ruinas (físicas y morales) que tan bien supo reflejar Rossellini en su obra maestra Germania, anno zero (1947). En esa obstinada voluntad de reiniciar la vida desde la nada -con su correlato culposo de olvido de las propias responsabilidades en los crímenes del Tercer Reich- se encuentra quizás el origen de la prodigiosa recuperación nacional que, pocos años más tarde, sería bautizada con el marbete de "milagro alemán".

Mi lectura del libro de Bessel ha coincidido con la visión (durante el Festival de Cine Alemán de Madrid) de la película de Max Färberböck Una mujer en Berlín, basada en el relato del mismo título (Anagrama). Su anónima autora fue una de aquellas "heroínas de la supervivencia entre las ruinas de la civilización" a las que se refería Hans Magnus Enzensberger en el prólogo a la segunda edición alemana. Una más -pero no cualquiera: pudo dejar testimonio del drama- entre las cien mil berlinesas violadas por los soldados soviéticos, con la aquiescencia de sus mandos, durante la conquista de la ciudad (Beevor calcula que hubo cerca de dos millones de mujeres y niñas violadas en todo el país durante los últimos meses de la guerra y la inmediata posguerra). Las atrocidades cometidas por los alemanes (especialmente en suelo ruso) habían alimentado en enloquecida respuesta una sed de venganza de la que fueron conspicuas víctimas aquellas "mujeres de los escombros" (Trümmerfrauen) deseosas de olvidar y ansiosas de vivir que inmediatamente se iban a situar en primera línea de la reconstrucción. Fueron esas mujeres, las últimas víctimas de la guerra y las primeras de la paz, las que con su impulso y su fuerza señalaron el camino.

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