La muerte del cine
No es preciso ver esta película para estar a la moda -el cine es hoy sólo una antigualla para uso de programadores televisivos: ya no es siquiera un buen tema de conversación-, y sus casi 180 minutos de duración la hacen, además, desaconsejable para públicos perezosos. Pero sí lo es para quien siga interesado por el cine. No se piense que se trata de un filme compartible, pensado para despertar adhesiones: no lo es ni se lo propone. En todo caso, es una interrogación, una mirada inquietante sobre el entorno, una reflexión sobre el oficio del cineasta: una criatura concebida para gentes con memoria filinica. Porque, ante todo, Hasta el fin del mundo se plantea como la suma total del cine de Wenders, de sus preocupaciones, de sus temas, del tratamiento visual de éstos. El filme se plantea en dos grandes segmentos, precedidos de un prólogo y rematados por un epílogo. En el primero de ellos, una mujer en fuga busca a un hombre que le ha robado parte del botín de un robo y que, a su vez, es perseguido por otros. Este segmento es un homenaje al cine de género, desde el policíaco hasta la ciencia ficción -la acción transcurre en 1999, con el mundo en vilo a causa de un satélite indio que se ha salido de órbita, y del que no se sabe cuándo ni dónde caerá-, con una breve secuencia, ambientada en un hotel japonés y rodada como si se tratara de un cruce entre el musical y la comedia alocada.
Hasta el fin del mundo (Until the end of the world)
Dirección: Wim Wenders. Guión: W. Wenders y Peter Carey, sobre una idea de Weriders y Solveig Dommartin. Fotografía: Robby Müller. Música: Grame Revell. Producción: Jonathan Taplin y Anatole Dauman para Road Movies, Argos Films y VillageRoadshow, Alernania-Francia-Australia, 1991. Intérpretes: Solveig Dommartin, William Hurt, Max von Sydow, Jeanne Moreau, Sam Neill, Rüdiger Vogler, Eddy Mitchell. Estreno en Madrid: cine Alphaville (V. O).
Fuga en nueve ciudades
Pero el elemento central de esta parte de la película es la saturación. Humana, ante todo: es un mundo que se ha hecho pequeño. Cada una de las nueve ciudades que visitan en su fuga es igual a la anterior, casi sin signos externos que las diferencien: a Wenders no le interesa el catálogo turístico. Pero también saturación tecnológica: todo está cerca, al alcance de la mano, incluso perseguir a sospechosos con diminutos artiluglos electrónicos -de paso, Wenders los utiliza para hacer más improbable la resolución de la trama policíaca que el filme articula-; la cornunicación es global e instantánea: ya no queda oportunidad para el descubrimiento, para la novedad. Cualquier búsqueda, pues, parece carente de todo sentido. La segunda parte aclara y profundiza la anterior. En el desierto australiano, espacio despoblado y antitético al mundo visto hasta entonces, se asiste a una suerte de milagro. Con sus experimentos, un científico (Von Sydow) hace ver a su esposa ciega, mediante un complicado aparato que le permitirá observar imágenes captadas a lo largo y ancho del mundo. Pero la muerte de la mujer hará todo inútil. El científico vuelca entonces sus esfuerzos en perfeccionar algo todavía más temible: una especie de vídeo de bolsillo, capaz de materializar las imágenes de los sueños de cada usuario.
El final tremendo de esta experiencia, con las personas que usan el artilugio prisioneras de una adicción paranoicamente narcisista y dolorosa, permite, por una parte, la denuncia de los límites a que quede llegar la imagen electrónica en su todopoderosa expansión. Pero por la otra una reflexión sobre el hacer ver. Como cineasta, Wenders es al público lo que Von Sydow a los usuarios de su aparatito prodigioso: alguien que da a conocer.
El fracaso del científico es el fracaso del cineasta; en un mundo saturado, los mensajes no circulan, y en cine el primer perjudicado de ese colapso es eso que en los sesenta se llamaba autor. Wenders lo es, lo ha sido siempre. Al poner el acento sobre la imposibilidad actual de un hacer ver productivo, el alemán reconoce públicamente su impotencia (¿su hastío?) frente al propio medio: levanta acta, en suma, de su anunciada muerte.
Babelia
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