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Torres-García = clasicismo-vanguardia

El Museo Nacional de Arte de Cataluña exhibe la obra de un creador inclasificable - Alternó abstracción con figuración y resolvió el dilema entre antiguo y moderno

Joaquin Torres-García (Montevideo, 1874-1949) resolvió el eterno dilema entre lo antiguo y lo moderno, lo clásico y lo vanguardista, la razón y el sentimiento, la figuración y la abstracción con un métido sencillo y genial: no hay contradicción ni incompatibilidad. Los mismos trazos sirven para una composición primitivista que para un mural noucentista de inspiración renacentista. "Como Goethe, busca la integración entre el clasicismo y la modernidad", señala Tomás Llorens, que define su obra "como un sueño, como un camino que no se acaba nunca".

Llorens, fresca todavía su dimisión del patronato del Museo Carmen Thyssen de Málaga, es el comisario de la exposición Torres-García en sus encrucijadas, que se inaugura hoy en el el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) y que podrá verse hasta el 17 de septiembre. Un conjunto para el que ha conseguido reunir más de 80 piezas procedentes de la colección familiar y casi todas ellas inéditas, que ponen al descubierto la enorme estatura de este artista hispanouruguayo que vivió saltando de un lado al otro del Atlántico, siempre en la nostalgia del lugar que acababa de dejar.

Tomás Llorens define su obra como "un camino que no se acaba nunca"

La muestra explora, por un lado, el camino del artista; desde sus orígenes modernistas -fue miembro del Els Quatre Gats y ayudó a Antoni Gaudí a crear las vidrieras de la Catedral de Palma de Mallorca-, su conversión al noucentisme con toda su carga de neoclasicismo, canon y razón, hasta su consagración como un artista auténticamente original y único, pionero de las vanguardias, de todas las vanguardias, porque en ningún ismo se quedó, aunque por casi todos se paseó.

Llorens lo deja claro en la primera sala de la exposición, donde se enfrentan dos grandes pinturas, ambas de mediados de la década de 1940, realizadas en Montevideo, ya casi al final de su vida: Arte constructivo universal, una tela de formas entre geométricas y primitivistas, y el dibujo figurativo que sirvió para el fresco La maternidad, la familia, para una institución de la capital uruguaya. Si el primero recoge la herencia de todas las vanguardias, el segundo reivindica el canon clásico de la figura humana. Pero no hay contradicción. "Es el mismo trazo seguro y decisivo de quien sabe lo que quiere decir", según Llorens.

El boceto del fresco tiene un guiño añadido, porque repite, en cierto modo, parte de una de sus obras claves: los frescos que realizó durante un lustro para la decoración del Salón de Sant Jordi del palacio de la Generalitat de Cataluña en la segunda década del siglo XX. Era el momento álgido del noucentisme, un movimiento regenerador que, a modo de reacción con el modernismo, que mira hacia el pasado, pretende transformar y modernizar.

El salón fue redecorado posteriormente y sus obras desaparecieron -o al menos así lo creía todo el mundo- hasta que los frescos reaparecieron debajo de la nueva obra y fueron restaurados. Joaquín Torres-García nunca llegó a saberlo.

El camino que separa ambos frescos -en los que destaca la misma figura del hombre reclinado reposando, ejemplo del canon clásico- Torres-García lo hace discurrir por la historia del arte moderno. El casi adolescente que llega a Barcelona con tan solo 16 años tras las huellas de los orígenes familiares, deja la ciudad posnoucentista en la que ya sus protagonistas andan a la greña -sus querellas con Eugenio D'Ors son explosivas- y en 1917 se marcha, no a París sino a Nueva York, una ciudad extrema en la que el arte no forma todavía parte de la textura de la ciudad. Ello no le impide conocer a artistas como Joseph Stella y Stuart Davis, o a Gertrude Vanderbilt Whitney, la mecenas y gran coleccionista que luego fundará el museo que lleva su nombre. Y le propone realizar 100 cuadros sobre la ciudad, que nunca lleva a cabo. En la muestra del MNAC hay un cuaderno de dibujos de Nueva York, extraordinarios, que probablemente fueron el proyecto que le presentó a la señora Whitney. Para Tomás Llorens, esta época es decisiva, especialmente por la influencia que tuvo en él la obra de los escritores de entreguerras como John Dos Passos y su Manhattan Transfer y el Wasteland de T. S. Elliot.

Pero no tardó en volver a Europa. En 1923 pasó por Italia, pero se estableció finalmente en París, donde vivió hasta 1933. Fue uno de los pioneros de la abstracción geométrica, junto a Piet Mondrian, Theo Van Doesburg y Jean Hélion. "Hay una espontaneidad, una sinceridad que hace que su pintura no se pueda confundir con otra", explicaba ayer Llorens.

Tras un breve paso por España regresó a Uruguay. Es entonces cuando su filosofía del arte ya se ha destilado del todo. "Le interesa más marcar el camino que mostrar el futuro, que crear obra, por eso el método es omnipresente. En Montevideo su actividad didáctica le lleva a dar lo mejor de sí mismo". Antes de morir, todavía deja piezas geniales como Formas anímicas, Morfología y Constructivo en rojo tierra.

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