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Reportaje:

Recuerdo de Julio González

Con los días en curso se viene cumpliendo el centenario de los grandes escultores de nuestra edad. La coincidencia en el nacimiento de Brancusi, Duchamp-Villon y Julio González me induce a certificar la buena estrella con que (en favor, cuando menos, del arte de la escultura) se inscribió en el calendario el año 1876. Incluso la condición sagrada de tríada (o trilogía, o trinidad) de su primera y común luz quiere hacer de ellos, o de su feraz generación, lo que de Giotto dejara escrito Ghiberti en la plenitud creadora del siglo XV: «Cuando la naturaleza se decide a otorgar dones, lo hace sin avaricia».Poco avara, en efecto, pareció la naturaleza a la hora del triple parto de Brancusi, Duchamp-Villon y Julio González. Entregado el primero a la dura y obstinada tarea de congregar en perfecta unidad lo diverso y ambiguo de la propia naturaleza y de la vida; certero definidor el otro, pese a lo prematuro de su muerte, de una nueva concepción de la figura humana, y tránsito ejemplar nuestro González entre el cubismo y la abstracción, constituyen, al unísono, una radiante y coetánea trilogía de difícil parangón en la historia del arte en general y en la cuenta particular de los oficios de la escultura.

Un hombre de oficios

¿Quién fue Julio González? «Uno de esos españoles -valga la respuesta de Jean Cassou- que han aportado a la escuela francesa un fermento de curiosidad, de capricho y, en el sentido más vivo del término, de genio». Llegado a París en 1900 y genuino partícipe de la que, entre la reticencia y la admiración, llamaron los franceses invasión española, pertenece nuestro escultor a esa misma estirpe de los Picasso y Gargallo..., o de aquel Victoriano José González, que, de tan simple y silencioso, encubrió la grandeza de su arte en la minimidad de un Juan Gris cualquiera.Innovador genial y paciente artesano, fundó Julio González toda su capacidad creadora y previsora (el ya citado tránsito, a la cabeza, del cubismo a la abstracción) en la práctica asidua de los oficios y en la extensión del arte a todas las manifestaciones de la vida y sus circunstancias. No sin razón ha escrito, al respecto, Alexandre Mercereau: «Dotado de una imaginación deslumbrante, de una multiplicidad de medios interpretativos que confunde, es pintor, escultor, arquitecto, ceramista, ebanista, vidriero; forja, martilla, repuja el hierro, el cobre, el oro, el bronce, la plata, trabaja la madera, diseña vestidos y bordados ... ».

¿Una reencarnación del ideal renacentista? Las peculiares condiciones de la vida moderna trasladaron pronto el signo integrador del Renacimiento a centros colectivos de investigación (sea ejemplo el Bauhaus) y de orientación mucho más especulativa y ambiciosa que la jornada laboral de nuestro hombre o el sello personal y el destino indiscriminado de sus obras. Sin la complexión cultural del espíritu renacentista, Julio González es, fundamentalmente, un hombre de oficios; serán sus criaturas (al margen, muchas veces, de las concretas miras de su hacedor) las que luego han de recabar razón y privilegio en el concierto de las artes.

Nació Julio González en Barcelona, el 21 de septiembre de 1876. Hijo y nieto de orfebres y forjadores del hierro, fue creciendo en la familiaridad de los materiales y en la diaria labor del taller. Buena prueba de ello es que a los dieciséis años obtiene, junto con su hermano Joan, la medalla de bronce de la World's Columbian Exposition de Chicago, y la de oro en la Internacional de Arte Aplicado, de Barcelona, por la muestra respectiva de joyas y piezas de hierro forjado. En 1900 fija su residencia en París, viaja esporádicamente a su tierra natal hasta 1936 y muere en el exilio de su taller de Arcueil, el 27 de marzo de 1942.

Materiales y oficios, de un lado, y el inicial y fructífero contacto, de otra parte, con Picasso y Brancusi señalan, por encima de eventuales adhesiones (al grupo Cercle et Carré, en 1932, a los postulados de Abstracción-Creación, en 1934 ... ), las dos directrices de todo su buen hacer y el verdadero alcance de lo hecho y bien hecho. Del primer dato se desprende, a juicio mío, su genuino papel de vehículo o tránsito esencial del cubismo a la abstracción, en tanto su capacidad artesanal y la diversidad de los medios interpretativos concentran lo más y mejor de su actividad y deciden el sentido de su arte.

Cuadra a Julio González el título de inventor, por ser suya la incorporación de un material que, procedente de viejos oficios artesanales, había de definir en buena medida la especificidad de la escultura contemporánea: el hierro forjado. Sólo quien como él trabaja (martilla, forja, repuja ... ) el hierro al rojo vivo puede asomarse a su entraña para luego convertir en escultura los gestos y torsiones de su cara exterior, elevada a pura indicación del vacío. Lo que hasta él fuera don artesanal, pasará con él (desde el cubismo picassiano a la abstracción brancusiana) al reino de la libertad artística.

Julio González desguaza la caja volumétrica para que la relación espacio-objeto aparezca como un reto incitante a su síntesis enriquecedora: un nuevo concepto espacial, cuya realidad verdadera es la definición y ponderación del vacío. ¿Dónde la morada del hombre, sino en la circunscripción del vacío habitable? ¿Qué espacio definen las cosas, en su mutuo referirse, sino el vacío interdistante? ¿Cuál, si no el propio vacío, es la porción del espacio modulado a partir de la de nuestro hombre, en la obra de los mejores escultores no figurativos?

Del cubismo a la abstracción

Los primeros escultores cubistas (Archipenko, Laurens, Zadkine, Csaky, Gargallo, Lipchitz ... ) llegaron a la propuesta del vacío a tenor de premisas eminentemente pictóricas. La inserción de la oquedad en la disposición (separación, yuxtaposición, superposición, oposición ... ) de los planos les resultó, más que una búqueda, una consecuencia o una casualidad. Ni el vacío había sido pensado como valor positivo ni podía la escultura propiamente cubista ocultar, a merced de la superficie o por contraste caprichoso de los planos, el modelo pictórico subyacente.El verdadero definidor del vacío fue Julio González, más atento a la manera de ser de los materiales y las exigencias de su expresión que al dictado de cualquier teoría (incluida la cubista). Julio González sustituyó el relieve (cualidad sensible de la escultura tradicional y de la dimanada del cubismo) por la pura realidad del vacío, convertida ahora en verdadera sustancia del hecho escultórico.

Se ha dicho que las figuras de Julio González oscilan entre el monstruo y la abstracción, sumisas siempre al imperio siderúrgico del material. Por encima, sin embargo, de su poderosa imaginación y del fulgor de su fragua vulcánica (capaz de transformar en pensamiento la rudeza del hierro erizado), hay que considerar auténtica y exclusiva invención suya el trueque del volumen material por el titánico parangón entre el espacio lleno y el espacio vacío.

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