¿Quemar a Céline?
Con cierta testarudez que acaba suscitando ternura, los medios franceses se preguntan periódicamente si es preciso quemar (faut-il brûler...?) a algunos de los grandes autores (más a ellos que a ellas) que pueblan la brillante historia de su literatura. De Sade a Lautréamont, de Baudelaire a Drieu La Rochelle, la retórica cuestión reaparece en los medios de vez en cuando, quizás con el mismo propósito con que, hasta hace unos años, la prensa europea resucitaba cada temporada al hoy dimitido monstruo de Loch Ness. Quede bien entendido que lo de quemar es pura metáfora y, en todo caso, se refiere a las obras y no a los autores: la memoria de la doncella de Orleans sigue demasiado viva en el imaginario del Hexágono como para que nadie esté por la labor de plantar la pira purificadora en el centro de, por ejemplo, la Place des Vosges, ámbito hermoso y apacible donde los haya.
Si "celebrar" implica "festejar", y es incompatible con la banalización del horror y la ignomina, "conmemorar" solo implica hacer memoria
Ahora (y no es la primera vez) le llega el turno a Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), expulsado in extremis de la selección de célebrations nationales previstas para este año. La presión de las asociaciones judías y el temor al escándalo político que pudiera suscitar en los medios la celebración de un "notorio antisemita" han logrado la eliminación del autor de Viaje al fin de la noche (1932) de la lista de honores oficiales para el año 2011, en el que se cumple el cincuenta aniversario de su muerte. Una decisión que, como era de esperar, ha ocasionado un pequeño, pero ruidoso, debate, y a la que se oponen con firmeza aquellos que defienden la autonomía de lo literario frente a la moral, o que critican la reducción de una "gloria de las letras francesas" a su discurso más detestable (Philipe Sollers ha llegado a decir que Frédéric Miterrand, el ministro de Cultura, se ha convertido en "le Ministre de la Censure").
Además de ser autor de algunas obras fundamentales de la literatura francesa contemporánea -su nombre se cita a menudo no muy lejos del de Proust- Céline manifestó en algunos de sus escritos un repugnante antisemitismo que, por otra parte -y eso tampoco debe olvidarse-, fue compartido en los años treinta por millares de sus conciudadanos. Autor de panfletos tan execrables como Bagatelles pour un massacre (1937) -que todavía no puede reeditarse en Francia-, en los que se refleja crudamente su obsesivo odio a los judíos y su concepción conspirativa de la Historia, admirador de Hitler y de los nazis, colaboracionista durante la Ocupación, Céline se exilió tras el desembarco de los aliados en Normandía, residiendo en Dinamarca hasta su regreso a Francia (donde había sido juzgado y declarado "indigno" durante la Depuración), después de conseguir la amnistía.
Hoy continúa siendo un personaje incómodo, una figura "nacional" a medio camino entre la admiración (y el orgullo literarios) y el más absoluto desprecio. Quizás el error consista en pretender "celebrarlo" públicamente, intentado identificar memoria "nacional" y memoria cultural. Evidentemente, resultaría poco juicioso que una autoridad republicana colocara una corona sobre la tumba del escritor en el cementerio de Meudon. Como, exagerando y mutatis mutandis, uno no puede imaginarse un instituto de Arras con el nombre de Maximilien Robespierre o una recoleta plaza del Barrio Latino con el de Donatien Alphonse François, conde (y no marqués) de Sade. Por cierto, ¿todavía quedan por aquí plazas o calles dedicadas al Caudillo?
Pero, si "celebrar" implica "festejar", y por eso es incompatible con la ignominia y la banalización del horror, "conmemorar" sólo implica hacer memoria: y ahí es donde sí caben los distingos. Por eso nada ni nadie puede impedir que este año los franceses -y los que no lo somos- recuerden y relean y admiren la obra de uno de esos genios literarios que han dejado honda huella, pero no descendencia memorable, en la literatura de nuestro tiempo.
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