_
_
_
_
UNIVERSOS PARALELOS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pudimos ser héroes

Diego A. Manrique

Carlos ejerce de periodista musical en Barcelona: presenta un programa nocturno de radio y firma críticas para La Vanguardia. Le basta, ya que sus necesidades son mínimas: "Casi todo el dinero se le iba en whisky, cerveza, hachís y cocaína. Comía poco y daba la impresión de que le bastaba con hacerlo una vez al día, a no ser que otro pagara la cena".

Carlos aparece en El millonario comunista, la nueva novela de Ramón de España, perteneciente a ese subgénero que podríamos llamar Leña Al Progre. Como crítico, Carlos es de los que no permiten que la materia sonora le fastidie una buena frase. Por ejemplo, su reseña de un show de Marilyn Manson: "Un Alice Cooper de segunda división, ¡y el pobre Alice Cooper ya era de tercera regional!". Carlos es un monstruo egoísta: cronometra las citas con su novia de siempre, para que la felación coincida con los Motels interpretando Total control y así fantasear con la cantante californiana. En su momento, demuestra maña para la traición y la manipulación, pero eso encaja en El millonario comunista, donde todos los personajes masculinos son patéticos y / o rencorosos. Carlos saca las uñas tras un bofetón de la realidad. Una noche, el cuerpo dice basta y el médico advierte que debe bajar el ritmo. Es un cincuentón y su madre ya no puede atenderle; urge encontrar cama, mesa y cobijo adecuados. Lo puedo entender. Muy duro llegar a la cincuentena siendo miembro de una profesión poco valorada y, dicen, en vías de extinción. Pocas salidas a esas alturas. Queda la opción de escribir algo largo: una novela o, si tu vida ha resultado mínimamente interesante, una autobiografía.

El éxito prematuro suele traducirse en congelación del estilo, adicción a la fama y hundimiento final

Dejemos la ficción: eso ha hecho Nick Kent, con Apathy for the devil. Permitan que recuerde de quién hablamos. Kent (Londres, 1951) quizás fue el último representante de ese prototipo de los setenta: el crítico como estrella del rock. Daba el tipo: tipo de espantapájaros hirsuto o, si están en el ajo, tipo de dandy yonqui. Se mimetizaba con algunos de los artistas que entrevistaba: Iggy Pop le salvó la vida, tras una sobredosis; aguantó 40 horas de marcha con Keith Richards, que le enseñó en que consistía "el verdadero desayuno de campeones". Aparte de esas habilidades sociales, demostró buen gusto con sus elegías a artistas olvidados o menospreciados, como Syd Barrett y Nick Drake. Brillaba en el New Musical Express, semanario que le toleraba mucho: presentaba sus textos a mano y tarde. Y tenía bula: sobre Brian Wilson, entonces desahuciado creativamente, escribió un texto de 40.000 palabras.

Nick Kent lo echó todo a perder. Predicó el evangelio del rock elemental, a lo Stooges o New York Dolls. Incluso, tocó guitarra con formaciones primigenias de Sex Pistols y Damned. Hasta se emparejó con Chrissie Hynde, la chica de Ohio recién llegada al Londres de sus sueños. Pero los punks terminaron aborreciéndole, por tratarse del niño mimado de la prensa o, sencillamente, por usar unas drogas que ellos todavía desconocían. Le agredieron Sid Vicious y Jah Wobble, le insultó Adam Ant en una canción, le despidieron del NME.

Como tantas rock stars, Kent tuvo demasiado éxito y demasiado pronto. Eso se traduce en una congelación del estilo triunfal, una adicción a los beneficios de la fama y, finalmente, un desmoronamiento. Excepto que Nick se las arregló para sobrevivir con suficiente lucidez para atender a los encargos ocasionales y mantener su hábito, primero de heroína y luego de metadona. Hacia 1988, se limpió, tuvo una epifanía religiosa y enderezó su vida.

Unido a una periodista francesa, Nick Kent se instaló en París, donde vive feliz y venerado. Sí, la mitomanía gala se extiende a los cronistas de rock: colabora en Libération, hace tele. Y enmienda su leyenda. Primero, publicó un grandes-éxitos-de-su-carrera, The dark stuf, bien pulidos. Ahora lanza su autobiografía, Apathy for the devil.

No sé si esa posibilidad está al alcance de Carlos, el miserable crítico musical imaginado por Ramón de España. Difícil encontrar algo heroico en su existencia. Bueno, sí: adora a David Bowie y suele pinchar Héroes en la intimidad, con su novia: "Daba gusto verla corear el estribillo, gritar lo de todos podemos ser héroes aunque sólo sea por un día". Qué espejismo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_