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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Pensamiento salvaje

Uno de los aciertos, entre muchos, que Manuel Vicent logró hace unos días describiendo, en "instantánea", las agitaciones de los países árabes fue captarlas como "una estética de botellón".

Los rebeldes acampan en las plazas, resisten a la manera de un picnic y se comportan con la insolente actitud de la adolescencia. No saben con precisión los términos de su ideología, protestan con el no de la generación ni-ni, pero, ante todo, crean un patrón de manifestaciones menos cerca de la revolución que de la disrupción, menos acorde con la ética revolucionaria que con la nueva "estética del botellón".

Traspasando casi todos los ámbitos, cruzando la mayoría de los proyectos, la estética va ganando terreno a la ética. Hay "revoluciones" de colores, malva, violeta, naranja y hasta las catástrofes naturales reciben un tratamiento cinematográfico donde el espectáculo prima sobre la responsabilidad de la autoridad.

La estética que todo lo imanta, el diseño que todo lo cubre, se ha ido apoderando del mundo

Desde los hoteles a las campañas políticas, desde la sede de los partidos a los tatuajes de los futbolistas, la realidad se halla tratada por el diseñador y su producto facilita gracias al design la mejora de su destino.

Hace 50 años, cuando nosotros, muy ideologizados, leíamos El pensamiento salvaje, de Lévi-Strauss, recibimos esta luminosa idea. Decía Lévi-Strauss que poniendo alguna atención nos daríamos cuenta de que "todo modelo reducido tiene vocación estética". ¿De dónde sacaría esta virtud el modelo pequeño? No importará tanto la respuesta como la evidencia de que prácticamente la totalidad de las obras de arte son copias achicadas del natural.

Esto sucede, a menudo, con las proporciones de los cuadros o de las esculturas, pero incluso en el supuesto de que el pincel o el cincel hubieran logrado una escala real, la trasposición conllevaría, casi siempre, la renuncia a diversas propiedades del objeto como son el volumen, los olores las impresiones táctiles, etcétera. Pero, además, en todos los casos quedaría anulada la dimensión temporal "puesto que el todo de la obra figurada es aprehendida en el instante" (El pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica. México, 1964. pp. 44-45).

Prueba directa de lo que afirma Strauss es el incómodo efecto que provocan, por ejemplo, los colosos del Valle de los Caídos, de Juan de Ávalos, las terribles cabezas de niña de Antonio López en la madrileña estación de Atocha o los rostros de 18 metros de altura de cuatro presidentes norteamericanos (Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln) tallados sobre el monte Rushmore, en Dakota del Sur.

La miniatura es (casi siempre) del orden de lo pueril e induce al afecto mientras lo gigantesco pertenece a la categoría de lo monstruoso y mueve al horror.

La estética de lo pequeño, que en su concepto incluye alguna clase de reducción, es, también, la base del turismo de masas. Su reducción consiste en la simplificación de los destinos del mundo y, en consecuencia, su más fácil deglución. Los países son como escenarios, los monumentos son como estampas, los nativos son coreografía y las diferentes costumbres y valores amenidades u ocurrencias pintorescas.

De este modo, la estética que todo lo imanta, el diseño que todo lo cubre, la cirugía que arregla cualquier apariencia, se ha ido apoderando del mundo. Los desorbitados bonos y stock options que ingresan los ejecutivos en medio del empobrecimiento general son conductas feas. Paralelamente, las revueltas sangrientas en Egipto, en Túnez, en Siria, en Yemen, son llamadas "primaveras árabes".

El mundo que está trasmutándose sin conocer su modelo final cumple con el proceso ritual del bricolaje que explicaba también Lévi-Strauss. Siendo, además, lo más notable que los factores elegibles hoy para componer el conjunto final son piezas recubiertas de estética cuyo duro barniz impide ya distinguir -ahora y para siempre- la ventaja entre el original y la copia, lo superficial y lo profundo, lo estructural y lo decorativo, la ficción y la verdad.

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