Libros que sí cambian la vida
Siempre hubo libros capaces de cambiar la vida de sus lectores. Si no hubieran existido, habrían tenido menos trabajo los censores, centenares de bibliotecas reducidas a cenizas seguirían almacenando memoria y saber, no se habría creado el siempre tentador Index librorum prohibitorum et expurgatorum, y la lectura no habría sido considerada actividad sospechosa por todos cuantos han recelado de la libertad de los demás.
En lo que a mí respecta, el primer libro que cambió mi vida fue una edición resumida e ilustrada de Robinson Crusoe. Imaginarme al solitario náufrago leyendo la Biblia en su cueva, resguardada de posibles intrusiones hostiles mediante la cerca de troncos que había construido (con las herramientas halladas entre los restos del buque encallado), estuvo a punto de convertirme en arquitecto. Y, desde luego, cambió totalmente el discurrir del verano en que lo leí. Los consabidos juegos infantiles, la interminable siesta mediterránea, la insulsa merienda de pan con aceite y azúcar, quedaron definitivamente arrumbados en aras de la construcción de una empalizada de cañas con la que mis amigos y yo nos dotamos de un ámbito de aventura y sociabilidad a resguardo de la mirada de nuestros padres. Robinson me mostró -como ya había descubierto Proust en El tiempo recobrado- que era en la literatura donde se hallaba "la vida al fin descubierta y dilucidada", la verdadera vida.
Para la siguiente edición del DSM se debaten asuntos de tan polémico diagnóstico como la compra compulsiva o el fetichismo
Pero existen libros que pueden cambiarla de modo más directo y universal, y no precisamente a cuenta de sus méritos literarios, sino en razón de su carácter normativo. Textos que han existido desde antes de encontrar su plasmación en forma de libro, y seguirán existiendo mucho después de que el soporte en el que (todavía) se despliegan sea sólo un recuerdo: como el Código Penal, que organiza y fija el llamado ius puniendi del Estado, y al que podemos considerar el penúltimo avatar de esas antiquísimas compilaciones jurídicas de las que la de Hammurabi, inscrita en una estela de basalto, constituye el primer ejemplo.
En Estados Unidos el célebre Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (abreviado DSM) es uno de esos libros capaces de influir -y cómo- en la vida de los ciudadanos. Cada sucesiva edición -desde 1952 se han publicado cuatro con diversas revisiones- incorpora las conclusiones finalmente consensuadas de un equipo de psiquiatras que decide qué conductas o "síntomas" son indicativos de nuevos trastornos o enfermedades mentales (en la actual hay censados casi 300). La trascendencia del DSM reside en que se ha convertido en el manual de referencia sobre salud mental no sólo para médicos (a los que ayuda a establecer diagnósticos) o agentes de seguros (que se guían por sus normas para atender las reclamaciones de sus clientes), sino para toda la colectividad.
Con poco más de medio siglo de existencia, el manual está considerado una auténtica institución cuya influencia social queda de manifiesto si se tiene en cuenta que, por ejemplo, hasta 1974 la homosexualidad figuraba en su lista de desórdenes, o que para la siguiente edición se debaten asuntos de tan polémico diagnóstico como la identidad de género en relación con la transexualidad, la compra compulsiva, las comilonas o el fetichismo. Los debates en torno a qué será o no incluido en la siguiente entrega -prevista para 2012- son tan intensos que para evitar las presiones (de la industria farmacéutica, de los hospitales, de las aseguradoras, de los jueces, de los grupos religiosos y políticos) los psiquiatras que componen el equipo asesor han sido obligados a firmar una cláusula de confidencialidad. Lo que ellos decidan y finalmente se publique (con una tirada, por cierto, cercana al millón de ejemplares) cambiará en muchos aspectos las vidas de las personas, al menos hasta la siguiente edición. Una hazaña nunca lograda por los libros de Defoe o Proust.
Babelia
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