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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Leyendo al vampiro

Manuel Rodríguez Rivero

¿Dónde están "nuestras" Austen, "nuestros" Dickens? Periódicamente, los responsables de las secciones culturales de la prensa británica se las ingenian para rellenar los huecos que deja la pavorosa deserción de la publicidad con reportajes en los que se intenta averiguar con urgencia impostada qué autores o qué libros han sabido capturar el "espíritu del tiempo". Si se ponen globales o, al menos, olvidan por un rato el euroescepticismo (que también puede extenderse a la literatura "continental", como indica el escaso número de traducciones que allí se publican), a esos nombres pueden añadir los de Balzac o Tolstói -y los más cultos el de Galdós- también considerados maestros en el arte de reflejar una época a través de la peripecia de personajes dotados de profundidad y carisma.

Sin duda, tras esos reportajes acecha la nostalgia por un mundo que fue desapareciendo a lo largo del prolongado reinado de Victoria, y en el que todavía era posible reconstruir literariamente y de forma unitaria la totalidad de la vida social, dotándola de significado. Y con aquel mundo también desapareció toda una casta de escritores que habían convertido al XIX en el gran siglo de la novela. Afortunadamente sigue habiendo narradores capaces de reflejar la fragmentación y complejidad del mundo, tanto a gran como a pequeña escala, dependiendo de la lente que empleen. No podría decir, por ejemplo, qué novela española ha expresado mejor el Zeitgeist del Aznarato (1996-2004), pero sí sé que Visión del ahogado (1977), de Juan José Millás, me resulta imprescindible -sin que la historia que cuenta tenga que ver directamente con ello- para evocar la atmósfera de incertidumbre y expectación que se respiraba en Madrid tras la muerte de Franco. O que Sábado (2005), de Ian McEwan, consigue aprehender perfectamente el clima de cansancio y decepción de la clase media liberal inglesa a finales de la era Blair.

Sin embargo, no son sólo los grandes autores ni las obras literariamente importantes los únicos que pueden apresar directa u oblicuamente el Zeitgeist, un escurridizo concepto en el que también se incluyen los deseos y ansiedades que impulsan a los lectores a comprar y leer masivamente libros que parecen haber salido al encuentro de los suyos. Curiosamente, uno de los grandes fenómenos mundiales de la edición lo protagoniza el vampiro, una criatura con una antigüedad literaria de dos siglos: Polidori, el médico de Byron, le dio forma en aquella célebre velada en la villa Deodati el 16 de junio de 1816, ochenta años antes de que Stoker publicara Drácula, la obra maestra que dio origen a una de las más fecundas progenies de la cultura popular.

Me pregunto qué ha impulsado a 42 millones de personas (1,5 millones en España) a comprar alguna de las novelas de la saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer. Esa historia de amor entre muchacha y vampiro, casta y a la vez grávida de deseo sexual, es tan literariamente pedestre que su autora eleva a J. K. Rowling al nivel de Jane Austen. Pero "funciona", y muchos jóvenes (y no tan jóvenes: observen a los que la leen en el metro) se quitan horas de sueño por ella. ¿Captura Crepúsculo algo del espíritu de esta época de crisis? Supongo que sí, como también los libros de Dan Brown -¿se acuerdan?- decían a su modo algo sobre (y para) nosotros. En cuanto a Dickens, Galdós, Austen o Tolstói, ahí siguen, hablándonos inagotables de su tiempo y, por eso mismo, del nuestro. Lo que me lleva a considerar que, tal vez, en esa conjeturable gran novela que reflejara el clima de esta segunda legislatura de Zapatero bien pudiera aparecer, además de otros motivos, una joven -quizás una emigrante sin trabajo que viaja en metro- absorta en la lectura de Crepúsculo. Claro que para los lectores del futuro probablemente habría que poner una nota a pie de página.

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