Un pequeño milagro
Dos amigas se reencuentran seis años después de haberse separado tras compartir piso durante todo su periodo de estudios en la universidad. Una, Hannah (Cartlidge), vive en Londres; la otra, Annie (Steadman, como todos los actores del filme, sencillamente majestuosa), en York, y el encuentro lo propicia un viaje de la segunda a la capital. Ha pasado el tiempo, y cada una por su lado rememora los no tan lejanos años de su convivencia, cuando compartían no sólo piso, sino también inseguridades. La vida no les ha ido del todo mal: cada una, sin renunciar a nada, es ahora más madura, menos permeable a las agresiones del mundo. Se aceptan mejor, en todo caso. Y al final, un par de encuentros casuales y el redescubrimiento de la otra propiciarán una revisión en toda la regla.No hay nostalgia en este apasionante, espléndidamente construido, simple y en el fondo endiabladamente complejo filme de Mike Leigh. Y no lo hay porque la ficción no la propicia: es imposible sentir nostalgia de un tiempo en que Annie tenía la cara marcada por un eccema, era un puro tic, no miraba jamás a los ojos, mientras Hannah se defendía del mundo con una dosis de agresividad mucho más alta de lo tolerable. O, dicho de otra forma, lo que el filme, con su estructura en parciales flashbacks de tono bien diferente, va mostrando es un mundo escasamente atractivo en el que se mueven dos seres indefensos cuyos temores les llevan incluso a ser crueles.
Dos chicas de hoy (Career girls)
Dirección y guión: Mike Leigh..Fotografía: Dick Pope. Música: Marianne Jean-Baptiste y Tony Remy. Producción: Simon Channing -Williams. Reino Unido, 1996. Intérpretes: Katrin Cartlidge, Lynda Steadman, Kate Byers, Mark Benton, Andy Serkis. Alphaville y Multicines Picasso.
Leigh los muestra con el aparente aire de un etólogo social, con un distanciamiento que jamás es superioridad: al fin y al cabo, su método está en las antípodas del no compromiso con sus personajes. Su estilo construido a base del recurso a la cámara en mano, de brutal, áspera contundencia, y un montaje en fragmentos breves, de ritmo nervioso, alejan en principio al espectador de la trama. Pero es un alejamiento provisional: esos recursos están ahí para hacer palpable esa inseguridad. Y lentamente, a medida que se va penetrando en el agitado universo de ambas, se opera el milagro.
Porque lo cierto es que esas existencias grises y comunes, hechas de situaciones mil veces vistas, se van haciendo más y más cercanas. Ello es el resultado de un método de trabajo en el que Leigh, un perfeccionista de la interpretación, demuestra superarse de película en película, algo de por sí difícil si tenemos en cuenta que en su primer filme estrenado entre nosotros, Grandes ambiciones (1988), ya había logrado la madurez.
Y ese método no es otro que el ensayo constante de los actores, la depuración de los personajes por el trabajo constante con los intérpretes, lo que permite al director despojarlos de toda teatralidad cuando, en el fondo, no es otra que la mayor teatralidad la opción tomada. Como Jacques Rivette, como Rohmer, Leigh sabe que la credibilidad de sus tramas reposa en la empatía que unos personajes a menudo de bofetada sean capaces de transmitir. Y así, de unas existencias aparentemente tan poco interesantes emerge una verdad absoluta y contundente: sencillamente, el milagro de la encarnación de la vida misma en las imágenes de una película, ese artificio que tanto nos enseña cómo diablos somos y qué deseamos.
Babelia
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