Intimidades literarias
Este 16 de marzo cumple Francisco Ayala 99 años, y para El País Semanal me han pedido que trace una breve semblanza del hombre con quien desde hace ya casi tres décadas comparto mi vida. Es encargo difícil, pues, además de ser su confidente y su mujer, soy también una especialista en su obra literaria, así como testigo de gran parte del proceso creativo, y, para colmo, desde hace cuatro años -cuando sufrió unos serios contratiempos de salud- vengo desempeñando también el papel de secretaria privada, de archivera (no de Coimbra) y de asesora técnica (equipos de informática, de telefonía, de música, de DVD, etcétera). Por si ello fuera poco, más de una vez me he visto en la incómoda situación de hallarme convertida, para sorpresa mía, hasta en un personaje ficticio suyo...
Desde esta compleja pero privilegiada perspectiva, y ateniéndome siempre a los límites de la discreción, procuraré cumplir con tan espinoso encargo. Retrato del artista. Artista no adolescente, sino ya hoy joven nonagenario. Hay fotos del Ayala niño con una mirada tan inconfundiblemente intensa, irónica y escudriñadora que resulta imposible no reconocer en ella la mirada -ora implacable, ora llena de ternura- de este Ayala maduro. Ojos que todo lo ven, y que en silencio hablan. Esta a la vez callada y elocuente mirada, capaz de producir en quien la sostiene tanto desasosiego, refleja una dualidad fundamental del Ayala persona y del Ayala escritor: su asombroso sentido crítico, por un lado, y, por otro, su profunda ternura emocional. En su vida, así como en su literatura -recuérdense, sin ir más lejos, el 'Diablo mundo' y los 'Días felices' en que está dividido El jardín de las delicias-, coexisten, de modo complementario y en una dialéctica constante, lo objetivo y lo subjetivo, la sátira y el lirismo, el intelecto y el espíritu, la figura pública y la intimidad.
De todo ello es plenamente consciente el propio Ayala, autorretratista no sólo en sus bien titulados Recuerdos y olvidos, sino también -de modo más ficcionalizado- en El jardín de las delicias o en recopilaciones tales como De mis pasos en la tierra; un Ayala que en más de una ocasión ha afirmado que su propia vida está inscrita en el conjunto de su literatura. En ella, así como en su actividad cotidiana, prevalece la mirada: la que inspira a la mente del escritor, la que en silencio observa la realidad alrededor suyo. Aun cuando, como hace ya algún tiempo ocurrió, le ha fallado algo la vista, nunca dejó de ver. La vista es su instrumento esencial, que, junto con los demás sentidos, le permite interpretar y esclarecer la compleja realidad humana. Ahí tenemos al Ayala autor contemplándose en el epílogo de El jardín de las delicias como "en los trozos de un espejo roto": indagando allí no sólo en el sentido de su propia vida, sino también en la posible validez de la expresión literaria que a ella le ha prestado; o bien, a aquella evocación visual suya de la "rosa dejada en un vaso de agua, en el ángulo de una mesa de pino, o allá, al fondo, puesta sobre el simple vasar", cuya imagen, al final del elegiaco Diálogo de los muertos, ofrece, dentro del sombrío cuadro de la pieza, un rayo de luz esperanzador.
La intimidad, bien sea doméstica, bien sea literaria, le presta a este pintor de palabras una delicada gama de posibilidades visuales. Delicias de la vida diaria. La poesía está en los detalles. ¿Un día en la vida de Ayala? Veamos lo que nos sugiere su Jardín. Imaginémosle por la mañana, tomando su café y un cruasán, u observando a través del espejo a su compañera mientras ella se maquilla ('Tu ausencia'); riéndose, o más bien quizá rabiando, al repasar tras el desayuno la prensa matutina ('Recortes del diario Las Noticias de ayer'); resolviendo, por prudencia, no arriesgarse ese día con un paseo ('Otra vez los gamberros'); pasando al salón donde, al encontrar un cenicero colmado de colillas, recuerda la visita de unos amigos la tarde anterior ('The party's over'); saliendo a compartir con alguien un sabroso cochinillo asado ('Au cochon de lait'); contemplando a su compañera durante la siesta ('Mientras tú duermes'); invitándola, luego, a tomar un té ('Magia, I'); descansando en su butaca, con un whisky y una revista entre las manos ('Amor sagrado y amor profano'); escuchando la radio al acostarse por la noche ('Música para bien morir'), y luego, dormido, sondando los abismos de la nada ('Un sueño').
Los días pasan, pasan las noches. Los vive y los re-crea Francisco con plasticidad suma...
Una anécdota final. Poco he hablado aquí de mí misma y de nuestra larga e intensa relación. Se me ocurre ahora contar, por último, un incidente quizá bastante revelador. A mi regreso, allá en el año 1993, tras una estancia en Nueva York, me reservaba Ayala una sorpresa: durante mi ausencia había escrito él un cuento que enseguida -apenas me hube quitado el abrigo- se apresuró a leerme. Titulado No me quieras tanto, empezaba así: "Harto ya, él desapareció un buen día sin decirle ni adiós. Eran varias las veces que antes de entonces le había dicho adiós; pero, como también él la quería mucho, terminaba volviendo de nuevo al seno de la amada...". Seguía leyendo él, con esa voz suya un poco apagada; pero, disuelta yo en lágrimas, apenas le oí. De este modo, me decía a mí misma, me pone sobre aviso el hombre a quien, en efecto, tantísimo quiero... Tan auténticas me parecían esas palabras que tardaría un largo rato en darme cuenta de que no se trataba ahí de nosotros dos, sino de la definitiva huida de un hombre imaginario abrumado por su posesiva amante, la cual debería consolarse luego con la compañía de "un perrito precioso".
Que saque cada uno de esta historia sus propias conclusiones
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