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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Teoría del caleidoscopio

El baile del pato

Director: Manuel Iborra. Guión: Manuel Iborra. Fotografía: Carles Gusi. Música: Santi Arisa. España, 1989. Intérpretes: Antonio Resines, Verónica Forqué, Carles Velat, Quique San Francisco, María Barranco, Javier Gurruchaga. Estreno en Madrid: cines Luchana y Vaguada M-2.

A lo que parece, ya casi nadie se atreve, en el languideciente cine español, a hacer otra cosa que no sean comedias. Las hay para todos los gustos (Mariano Ozores amenaza con volver a la carga en breve, por poner sólo un ejemplo), pero no cabe duda que el éxito arrollador de Almodóvar no hace más que confirmar la tendencia prácticamente unigenérica hacia la comedia. Esta se define por su voluntad urbana, su tentación a funcionar por acumulación de gags, poblada por una amplia galería de personajes a menudo absurdos, hombrecillos y mujercillas en la treintena que pelean a brazo partido contra sus más que respetables complejos y, en todo caso, absolutamente incapaces de desenvolverse en una realidad que los sobrepasa por momentos, pero en la que se mueven con más voluntarismo que buena fortuna. A primera vista, El baile del pato se inscribe plenamente dentro de estas coordenadas. Hay en ella una verdadera colección de desencajados urbanícolas que se mueven entre el diseño, el periodismo, la moda, la música y la vagancia más o menos acomodada, mujeres histéricas y hombres acomplejados, situaciones disparatadas y propuestas imposibles.Y si no, véase: una mujer que se dedica a colocar en su lugar las 26 costillas de un plesiosaurio (sic); un periodista que teme/desea encontrarse con su mujer, una modelo que, dicho sea de paso, se dedica a buscar su dosis a lo largo y ancho de la película; un rico heredero que administra un periódico, pero que en sus ratos libres frecuenta extraños burdeles sadomasoquistas; una coleccionista de condones poseoito; un diseñador que aspira a ganar 250 millones de pesetas en Nueva York..., y son sólo algunos ejemplos.

Pero la habilidad del director, Manuel lborra (un hombre que cuenta en su haber una película fallida, 3 X 4, y una excelente e incomprensiblemente desconocida incursión en el mundo de la infancia en clave poético-humorística, Caín), radica justamente en la decidida voluntad de romper con los lugares comunes del género en función de llevarlos prácticamente hasta sus últimos extremos; vale decir, dejando que los personajes se enfrasquen en peripecias cada vez más disparatadas, más surreales, que terminan rompiendo, en una operación tan inteligente como arriesgada, los más mínimos principios de la verosimilitud. Pareciera como si a lborra le interesase mucho más la reflexión sobre el género (hasta dónde se puede llevar la transgresión, la eliminacíón del tiempo y el control de los personajes) que el trabajo en el seno mismo de éste (que existe, claro está, y en forma de gags a menudo inspirados).

No de otra forma se puede entender el ritmo enloquecido que imprime al relato esa sucesión de peripecias que, a modo de un caleidoscopio, terminan por constituir fragmentos cambiantes y desordenados de una realidad que siempre escapa al control del espectador, perennemente atrapado en la sorpresa.

No obstante, la película dista de ser un producto redondo. Hay en ella una factura técnica sorprendentemente débil, con sus puntos más bajos en la fotografía y en el sonido, y en algunos momentos se echa a faltar un control mayor de los intérpretes por parte del director, que parece muy confiado en las posibilidades de funcionamiento de sus protagonistas y, sobre todo, de la capacidad histriónica de Antonio Resines, protagonista absoluto de la función... para bien y para mal.

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