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FRAGMENTO LITERARIO

'Golpes de mar'

El libro de relatos de Antón Castro tiene al mar como denominador común

Destino de lamia (Cuento)
En plena crisis de desamor, un amigo le había recomendado reposo en Caión, paseos por la playa al atardecer bajo la llovizna obstinada, sardinadas en la terraza de «Miramar» mientras Outono, el pintor y camarero, traza marinas al óleo y a la acuarela. Le había recomendado que charlase con el viejo Buxán, el farero, en el puerto, en las escaleras del muelle frente a las grutas y a las gaviotas alineadas en las barcas. El amigo le había dicho, olvida esta ciudad por un tiempo, olvida la oscura buhardilla donde anidó el amor durante tantos días, y solicita una excedencia. Una larga excedencia.

Le hizo caso. A la mañana siguiente entró en la Biblioteca Pública y buscó en antiguos manuales de Geografía e Historia del marqués de Almeiras, de Antonio Ponz y de Ángel del Castillo. Buscó en libros recientes, hojeó páginas y páginas de enciclopedias polvorientas, quizá fotocopiase algo que le pareció de interés, y salió al jardín de San Carlos. Se demoró un instante bajo la fronda tupida por las avenidas de monótonos mirtos, acarició la tumba de sir John Moore, el héroe inglés llorado por Rosalía de

Castro, y se sentó en uno de los miradores que dan al gran puerto. La neblina pugnaba con las embarcaciones que se estremecían con la brisa. Luego tomó la dirección de la plaza de Bárbaras por empedradas calles con charcos que reflejaban ya, entre turbulentas nubes, un tímido sol de mediodía. De vez en cuando, se paraba ante alguna tienda de cerámica, se acercaba a las paredes de las casas, absorta en cavilaciones punzantes, o se metía en los portales, como si quisiera recordar alguna hermosa tarde de dulces prioratos, algún crepúsculo emocionante de ardor y besos con lengua con Artur bajo los soportales de María Pita. En la plaza, sentada al pie del crucero, continuó recordando. Se tendió a lo largo de un peldaño de cantería en total abandono de los sentidos sin importarle nada la repentina lluvia o el viento frío que olía a sal y liquen, a días perdidos, a ausencia de Artur tan sólo.

Llamó por teléfono a su amigo y le preguntó por Caión. Le dijo que había investigado en viejos volúmenes sin excesiva suerte. El amigo no se extrañó de las palabras ni de la ansiedad de Alba, ni tampoco de su súbita curiosidad por el pasado de una villa que no tenía por qué interesarle.Ya conocía el entusiasmo con que solía hacerlo todo una vez que superaba su inicial incertidumbre. La duda, en ella, era más que un estado de ánimo: casi un modo de comportamiento vital. Su amigo, profesor de Ciencias Sociales en su mismo colegio, le dijo que, según le había contado alguien, en los archivos de la iglesia de Santiago, que estaba muy cerca de allí, o en el antiguo convento de los Agustinos en Caión, había una historia del pueblo escrita por frailes con abundantes notas de piratería, romerías, naufragios, diezmos y pesca de ballenas. E incluso se permitió sugerirle que Caión, «con un pasado fascinante sellado con la leyenda de los balleneros, de las grandes catástrofes y aventuras en el bravo mar, y con un presente cada vez más interesante», sería el tema ideal para la tesis doctoral, literaria y antropológica, que soñaba realizar algún día. «Piensa en ese libro que tanto te gusta desde que lo encontraste en Palermo cuando únicamente conocías la alegría de vivir encadenada a un nombre,Artur. Piensa en Donna di Porto Pim, de Antonio Tabucchi, que sucede en las Azores, entre ballenas, islas, amores trágicos, poetas suicidas y vendavales.» El diálogo concluyó bruscamente cuando dijo Alba: «Mañana mismo iré a presentar mi renuncia a las clases y pediré la excedencia por un año».

Cansada de los papeles, de las pequeñas burocracias tantas veces inútiles y agobiantes, Alba paseó por la Marina, por los soportales de las galerías y se dirigió hacia el castillo de San Antón.Avanzó hacia el interior de las rocas como si quisiera recorrer por última vez los escenarios de una pasión extinta ya, pero que no acababa de consumirse en su interior con calma y sin avivar el espanto de la decepción. Entró en el recinto y fue a la alberca, que tanto le gustaba a Artur por sus monedas de los tres deseos depositadas en el fondo, subió a las altas almenas, al tapizado salón de los escudos y las armas. Desde arriba, vislumbró las rocas en lucha con la fiera espuma, la pequeña gruta donde su amante la poseyó torpemente por primera vez, al anochecer y tras incontables vasos, sin apenas desnudarla, con nerviosismo y con una lenta invasión de saliva, con el temblor inevitable del primer coito. Salió y tomó el paseo de la dársena, subió las escaleras y saltó a las escarpadas y peligrosas peñas para gritarle al viento y a la espuma volandera el definitivo adiós que había sido incapaz de decirle a él en otra tarde cenicienta. Aquella tarde funesta en que Artur, como a traición, le anunció otro amor, otro perfume de novia que me obliga a dejarte aunque llores, aunque llores amargamente, Alba, y te deshagas en llanto, sangre y rabia ante este mar de nuestros vencidos sueños.

A las diez partía el autobús Martínez de Alfredo Vicenti, 27, y ésa era una calle desconocida, vinculada al presente que empezaba en Caión, península mínima de navegantes frente al Atlántico, tal como señalaban los libros. El sueño la sorprendió de inmediato, mucho antes de alcanzar los arenales de Barrañán (se mareaba siempre en los autocares, incluso en los buses urbanos, y a menudo no podía contener el vómito). Se despertó pasado Xermaña, donde comienza el largo descenso de curvas de sartén, que acaba prácticamente en la plaza, ante el pazo marino de los Bermúdez, también llamado de O Graxal, y la iglesia parroquial del Perpetuo Socorro. El propio conductor le indicó el trayecto hasta el edificio donde iba a vivir. Había llamado la noche anterior para alquilar un amplio cuarto con terraza al puerto en Rompeolas. La ayudó a bajar el equipaje. Luego, se perdió por una estrecha calleja que desembocaba en el astillero y en la lonja, e hizo gestos al hotel desde un bajo muro, abarrotado de gaviotas, con el objeto de que alguien le echase una mano con las maletas.

Se instaló cómodamente en una habitación soleada con vistas hacia al océano, en una segunda planta que le permitía ver las resacas de la marea y el impacto de las olas contra las negras rocas del pedregal. Un detalle la hizo sonreír: el monte de matorrales y de hierba agreste que se extendía por el acantilado estaba lleno de pequeños faros, de casetas de madera blanca en las que fulgía una luz débil desde la entrada de la noche. Durante los dos primeros días arregló el cuarto; le añadió elementos que no tenía ?mesa de trabajo, estanterías, lámparas, pósters, sus fotos predilectas, entre las que había un retrato de Stevenson en Samoa, los grabados de los balleneros...? y ordenó los libros que había traído, los escasos proyectos aún que había concebido para la tesis. Por la tarde, efectuó una pequeña caminata que le permitió conocer las barbacanas de la plaza, los alrededores del campo de fútbol, los apartamentos de verano, las tabernas, la grúa de los astilleros. Algunos marinos preparaban la faena nocturna y otros ya volvían con las lanchas atiborradas de pescado.

Una tarde fue a la cofradía y vio a los viejos lobos de mar jugando a la bresca, parloteando o fumando en silencio frente a las ventanas mientras miraban un océano exasperado que antaño fue suyo por completo. Les preguntó por el anciano Buxán, el farero, y curioseó con más distracción que otra cosa en dos o tres estantes en los que había objetos marinos: boyas de cristal limpio y verdoso, brújulas, aves disecadas, finas redes, paquebotes encerrados en botellas, un sombrero de aguas. Usted debe de ser la amiga de Breixo, me llamó anteayer por teléfono anunciándome que venía, le dijo el farero, que aparentaba estar muy ágil, aunque Alba entrevió en su mirada taciturna un carácter soñador, dado a las añoranzas. Caminaron por las calles. El navegante le mostró el pueblo al completo, con sus empinados rincones (la impresionó, cómo no, el cementerio) que terminan en el mar o en la lengua de tierra que deshace la isla. Le enseñó la iglesia tantas veces asaltadas por los piratas ingleses, con los famosos Harry Day o Francis Drake a la cabeza, las grandes fábricas, derruidas ahora, donde antaño se partía la carne de ballena por habilidosas manos no sólo de hombre, sino también de mujer. «Debes saber ?añadió Buxán? que durante siglos los habitantes de Caión marchaban de pesca y volvían con las naves llenas de cetáceos. Solían trabajar con vascos y cántabros, y debían pagar un pesado diezmo a los monjes agustinos. Más de una vez, siendo niños casi, vimos cómo las pequeñas ballenas entraban hasta la orilla y quedaban como varadas o desafiantes durante toda la noche en la bocana del muelle. En una ocasión bajamos todos los muchachos, a hurtadillas, en pequeños botes y subimos a su lomo. Una de ellas se había embarrancado ante los peñascos. Era mansa, blancuzca como la luna llena y suave como una anciana derrotada. Todo fue bien hasta que empezamos a hundir en ella los cuchillos, los arpones, las hachas afiladas en la muela. Fue una auténtica carnicería. Con la amanecida, el mar no estaba azul o verde como acostumbra: parecía una laguna rojiza y espesa de sangre de ballena. Luego se enfriaron las aguas y desaparecieron las ballenas.»

Esa misma noche, Alba Fontán inició un Diario de trabajo y anotó: «He conocido al viejo Buxán y hablamos de los múltiples misterios del pueblo. Su conversación es agradable y gratificante; a cada información siempre le agrega un comentario inverosímil, una sentencia, una anécdota complementaria. Es como un libro abierto de recuerdos y de mitos. Qué sugerente cuando dijo:“Caión se enfrentaba cada noche al misterio de las ballenas, a su cantiga grave y melodiosa que penetraba en las tinieblas desde lejos. Ahora sólo es una tierra de cebollas, de vino, de soledades y de marinos que se juegan la vida con los percebes, los mariscos y la pesca”. La gente, las malas lenguas (que tienen un punto de invención desmedida y perversa al calor de la taberna) me han advertido ya de que tiene un pasado turbio al que no le faltan puñaladas, crímenes, naufragios, aventuras y alguna que otra historia de amor en tierra extraña...».

Bajo la luz de la lámpara, Alba leía párrafos de la Cultura espiritual, de Vicente Risco, y de La rama dorada, la enciclopedia de las magias del mundo de J. G. Frazer, y realizaba anotaciones cuidadas porque pensaba seguir los métodos de ambos, o mejor aún, no seguir ningún método, sino dejarse ir, dejarse enmarañar en las historias que irán llegando a sus oídos. Acumulaba páginas y más páginas que ordenaría, sin duda, en un futuro lejano, cuando atisbase la forma del libro que soñaba.

Como cada mañana, el viejo Buxán acudía a buscarla y la acompañaba al faro. Allí, él agotaba muchas tardes de lluvia soñando periplos nunca navegados, oía la radio y se entretenía en la redacción de un libro de recuerdos, que nadie ha visto jamás. Luego subían a la ermita, encaramada sobre una cumbre de calvas y de pinos y eucaliptos, hablando sin descanso de ese pueblo que ahí ves, tan triste siempre como la lluvia, tan esquivo como el mar envuelto en bruma. Alba, intrigada tal vez por voces que le han llegado como confidencias en la sobremesa del restaurante, le hubiera querido preguntar por su pasado que, con certeza, llenaría folios y más folios de esa tesis interminable que ya acaricia, pero se contuvo. Las cosas personales irían brotando lentamente, sin ir a buscarlas, como acababa de salir la fantástica historia del palacio inundado que perteneció a Airas Padín y que aquella noche mecanografiaría en su portátil. Sabía que el buen investigador, el buen escritor, es un vampiro que no se impacienta en la espera.

Antes de comer, bajaban a Miramar a tomar vinos, a saborear pulpo a la feria, a proseguir su tertulia frente al mar. Y Alba conoció a Outono, el pintor y camarero del que también le había hablado Breixo; lo conoció en su ámbito cotidiano, detrás del mostrador, entre licores y cuadros (que en realidad son un cuadro solo: el gran cuadro del mar, tan próximo y huidizo, desmenuzado en fragmentos, en líquidos, en guijas, sirenas y espuma) que pendían de las paredes en los sitios más sorprendentes: entre botellas de blanco dulce a la sombra de una lista de precios, encima de un estante que debía de ser para el coñac de importación o amontonados en el suelo, tal vez, a medio acabar.

Al atardecer hubo sardinas asadas en la plaza y se trasegaron ribeiros a espuertas y fragmentos de pan de borona, y volaban gracejos que nacieron en la soledad de altamar para matar el tiempo y provocar la carcajada. Eran dichos de hombres ufanos que presumían de conquistadores y que darían el cielo y las estrellas por los pechos encendidos de una mujer. La farra prosiguió en la terraza lunada de Miramar y concluyó en una íntima playa que deja la resaca ante el local, con Buxán bastante bebido y Outono dictándole a los astros emotivas palabras de estética ?«Un paisaje es una mancha necesaria de claridad para el alma solitaria del marino», gritaba para nadie?, palabras que Alba, ajena a todo por excesivo alcohol, sería incapaz de recordar.

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