La feria de las vanidades
"Cuando me dieron el Premio Nobel, sentí vergüenza, no porque yo no lo mereciera, sino porque no se lo habían dado antes que a mí a Jorge Luis Borges y Graham Greene". Me permito extraer de una conversación privada estas palabras de Gabriel García Márquez que me parecen absolutamente ejemplares. En medio de tanto feriante de la feria de las vanidades-Baroja tituló así, con la conocida frase, un libro suyo-, no deja de ser consolador que una personalidad de la talla de García Márquez se manifieste en estos términos. Quien es autor de varias de las más grandes narraciones del siglo, se expresaba de este modo, sin impostar la voz ni gesticular con falsa humildad.Este hombre que, después de obtener el Nobel, se ha negado a recibir más premios, lleva sobre sus hombros la gloria de su nombre con extrema sencillez, ajeno a cualquier clase de énfasis. Por eso proclama a menudo que consulta los diccionarios y las gramáticas, llegado el caso, cuando escribe, él que es uno de los más geniales y purísimos cultivadores de la lengua española. (Pureza y purismo son nociones, distintas, claro está). Este hombre alborotó nuestros círculos intelectuales cuando en el mes de abril, en la ciudad mexicana de Zacatecas, pidió, ante el Rey y el presidente de la República, una reforma radical de la ortografía. Hasta recibió insultos o, al menos, descalificaciones por parte de quienes no están dispuestos a alterar el statu quo, seguramente porque se hallan muy cómodos en él.
Esa reforma la pedía un hombre que se ha leído todas o casi todas las gramáticas y sabía, por tanto, lo que decía. Porque no dijo no a la ortografía, sino a esta que: se nos ha impuesto desde el siglo pasado merced a una orden de Isabel II, "la reina castiza", ya se ve que casticísima a tenor de lo que canta su ortografía, que es la que hoy seguimos sufriendo, o que sufrimos algunos y sufrirán millones de analfabetos que con ella difícilmente podrán acceder al uso culto de la lengua. Debe de ser, seguramente, un placer extremo escribir desahuciado sin dubitación alguna, deleitándose en esa hache arbórea y magnífica. Debe de ser también un mirífico gozo dictar al niño inerme aquello de "haya o no haya madera de haya dice mi aya que allá en La Haya madera de haya se halla". Lo será, desde luego lo será para el dómine infatuado y narciso. Pero no será ciertamente el gozo de García Márquez, a pesar de que ha prestigiado mucho más nuestra lengua que todos los policías del idioma que tanto se conturbaron al leer su discurso de México pensando que los bárbaros estaban a punto de asaltar su ciudadela casta y gramatical.
Entre la ejemplar humildad del escritor -ejemplar entre otras razones porque no niega sus propios méritos- y la reivindicación de una nueva ortografía existe mucha más coherencia de lo que puede parecer. La vanidad es ansia de poder; la escritura es poder. El poder de las leyes, el poder del que manda, no es nada sin la escritura. Por eso los escribas fueron muy pronto seres privilegiados en la corte del faraón: recibían y eternizaban la palabra de su dios. La escritura sigue siendo hoy fuente de poder. Pese a la apoteosis de los medios audiovisuales, el hecho cierto es que nunca se ha escrito tanto como hoy, poco importa el canal de transmisión: libro, folleto, periódico, publicidad, ordenador, Internet... Democratizar la escritura es repartir el poder; simplificar -pasito a paso, poco a poco pero sin pausa, no se trata, ojo, de cambiarlo todo de la noche a la mañana-, democratizar, digo, nuestra ortografía es también repartir el poder, ay: en el fondo es ahí donde duele, sépanlo o no los defensores del statu quo.
Entretanto, García Márquez sigue laborando y quizá no está muy lejos el día que dé a las prensas una nueva obra. Ahora se han cumplido 50 años de la publicación de su primer relato, La tercera resignación, que apareció en las páginas del diario El Espectador, de Bogotá, el 13 de septiembre de 1947. Con este motivo su familia ha hecho una preciosa edición no venal del relato, que conmemora la salida al mundo de las letras de uno de los grandes escritores de la lengua. Y también de los menos, de los nada vanidosos.
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