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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Feliz aburrimiento

Manuel Rodríguez Rivero

Me entero por la prensa de que un grupo de científicos de la Universidad de Cambridge (este tipo de noticias requiere un aval de autoridad) ha logrado que un potente ordenador, que opera con complejísimos algoritmos y millones de datos, revele que el día más aburrido de la historia fue el domingo 11 de abril de 1954. Un auténtico jarro de agua fría para los que nacieron entonces: supongo que resulta preferible venir a este mundo en un momento "histórico" y con el firmamento repleto de señales.

Al parecer, en ese día no sucedió nada digno de tenerse en cuenta: no nació nadie excepcional, no tuvo lugar ningún acontecimiento de alcance planetario, no ocurrió ninguna catástrofe, no se hundió la Bolsa, a Franco no le dio un síncope. En resumen: fue un día cuyo transcurrir fenoménico no contribuyó a la venta masiva de periódicos a la mañana siguiente. Uno de esos días, quizás, en que los diarios se ven obligados a recurrir a informaciones como la que acaban de proporcionar los científicos de Cambridge.

Según la Universidad de Cambridge, el día más aburrido de la historia fue el domingo 11 de abril de 1954

El aburrimiento, una de las pasiones del alma según Lacan, existe desde siempre. Sus más lejanas manifestaciones podrían relacionarse con la "bilis negra" de los griegos o la acedía de los monjes medievales, cuando el diablo meridiano aprovechaba la quietud del mediodía abrasador para tentar a los monjes huidos del estrépito del mundo. En todo caso, el aburrimiento, tal como hoy lo entendemos, es una condición moderna y más bien urbana que no se consolida hasta el siglo XIX, al menos entre la gente que tenía cubiertas sus necesidades y a la que quedaba tiempo para el vacío. De modo revelador, se precipita sobre sus víctimas cuando tiene lugar esa ausencia de preocupaciones que, paradójicamente, debiera ser la antesala de la felicidad. Baudelaire, en su impresionante aviso al lector de Las flores del mal, lo convierte en el peor monstruo, capaz de "engullir al mundo en un bostezo". Y la novela del realismo refleja a menudo -nombrándolo- el tedio de sus protagonistas. Emma Bovary se aburría como una ostra, y Oblomov también. Y también lo hacen los personajes de Galdós y Henry James. Y los de Proust.

Los existencialistas encontraron en el aburrimiento un verdadero filón. Ahí tienen a Antoine Roquentin, que incluso logró transformarlo en célebre náusea el día que cogió un guijarro del suelo y sintió su superficie "húmeda y fangosa". Lo cierto es que todos ellos seguían un camino ya transitado por Heidegger, que en Los conceptos fundamentales de la metafísica dedica un montón de páginas a ese "ahora detenido" que, según él, constituye el aburrimiento. Quizás por eso, a la hora de buscar una imagen desde la que pensarlo, no se le ocurriera otra que la de una larga espera en una estación provinciana de ferrocarril (me pregunto qué hubiera escrito si hubiera tenido que esperar alguna vez, como usted y como yo, en un aeropuerto). Para el "maestro de Alemania" el aburrimiento es un objeto esencial de la metafísica: tiempo en estado puro, el momento en que sentimos cómo transcurre porque, sintomáticamente, es como si no quisiera pasar.

Volviendo al inicio de esta columna, supongo que, después de todo, el día en cuestión -"extraordinario en su oscuridad", según afirman los científicos que lo aislaron- no fue tan irrelevante. Para empezar es único en su categoría, un hito, un punto de referencia desde el que nombrar el antes y el después del mismísimo aburrimiento. Podríamos llamarlo incluso 11-A o, al gusto anglosajón, 4/11. Y, de repente, haber venido al mundo en él ya no sería tan negativo, de manera que retiro lo dicho al principio. "Yo nací en el día más aburrido de la historia", podría presumir quien celebrara su onomástica en la fecha. Si alguno de ustedes tiene esa suerte, le mando mi felicitación anticipada.

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