Besos lésbicos
Existe una especie de consenso implícito entre las gentes que escribimos en la prensa según el cual, y para evitarse líos, lo mejor es que los chicos se limiten a hablar de los chicos, mientras las chicas pueden hacerlo acerca de ellas y ellos. Al menos, a la hora de criticar lo que antes llamábamos costumbres. Milenios de postergación, explotación y humillación de la mujer, desde que el neolítico acabó con las (pretendidas) igualdades prehistóricas (además de introducir masivamente en nuestras dietas los sobrevalorados carbohidratos), han traído estos lodos. La legitimidad de cualquier hombre blanco muerto -como yo, sin ir más lejos- para comentar asuntos, por llamativos o mediáticos que sean, que conciernan a las mujeres, se encuentra en entredicho. Y el hecho de que a diario el contador de los medios golpee nuestra conciencia con el siniestro cómputo de la violencia machista no facilita las cosas a quienes osan referirse a modas o tendencias que tienen como protagonistas a las que Mao Zedong -otro consumado falócrata, según sus últimos biógrafos- consideraba "la mitad del cielo".
Las tendencias constituyen fenómenos cíclicos que se basan en gustos colectivos convergentes y más o menos repentinos
Supongo que habrán notado que desde que Madonna y Britney Spears se morrearon en la gala del Music Awards de la MTV (2003) y las imágenes que inmortalizaron el "beso de la década" dieron la vuelta al mundo, se ha producido una especie de glamourización del lesbianismo en los medios. No es que no existiera con anterioridad: hace tiempo que los expertos en mercadotecnia saben que la "amistad entre mujeres" (con énfasis variable en su grado de complicidad sexual) constituye un motivo o argumento importante a la hora de vender determinados productos al público femenino, desde perfumes embriagadores a yogures anticolesterol. Complementariamente, la ya institucionalizada figura del varón despistado o desatento, cuando no directamente zafio o retardado, adquiere en algunos spots significados equivalentes al de ciertos graciosos del teatro del Siglo de Oro: sirven de contraste chusco o, simplemente, negativo.
Sabemos que las tendencias -incluso las impuestas- constituyen fenómenos cíclicos que se basan en (y revelan) gustos colectivos convergentes y más o menos repentinos. De manera que en esas estamos. Para los publicitarios lo femenino es hermoso (e inteligente, y fresco) y lo lésbico, una destilación particularmente atractiva (y rentable) de lo femenino. De manera que, adelante, a vender, que son dos días. No pasa nada -en el fondo, nadie se escandaliza-, y funciona. Luego, esas tendencias se atrincheran en el imaginario, donde se mezclan (como ya le sucedía a Emma Bovary) los proyectos de consumo y los proyectos de vida.
La sobrevenida adulta Miley Cyrus, último avatar de la chispeante adolescente Hannah Montana, ha coqueteado con lo lésbico-publicitario en sus últimas coreografías, quizás para ser mejor admitida en su nueva etapa. Y hasta Sandra Bullock, de quien nadie esperaría grandes extroversiones, besó (mal, muy mal: véanlo en YouTube) los carnosos labios de Scarlett Johansson en la última ceremonia de la MTV, un acontecimiento en el que el ósculo lésbico se ha convertido en una especie de obligado gesto manierista. O en amuleto de la suerte mediática.
Hace 70 años, y a propósito de la frase "a Cloé le gustaba Olivia", encontrada en una novela de otra escritora, Virginia Woolf reflexionaba, cargada de razón, acerca del "inmenso cambio" que suponía hallar en una obra literaria firmada por una mujer una sentencia semejante. Si la autora de La señora Dalloway pudiera observar el mundo, comprobaría que, desde entonces, algunas cosas (en algunos sitios) han cambiado. Afortunadamente. Lo que no podía prever es que hoy venda el hecho de que a Cloé le guste Olivia. Y, si no le gusta, al menos que lo parezca, por favor.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.