Alex de la Iglesia arriesga y gana
El cineasta bilbaíno concursa por el León de Oro con su nueva película, 'Balada triste de trompeta'
Existen directores excelentes en la historia del cine de los que no se tienen noticias de que escribieran ninguno de los guiones que filmaron. Moviéndose en géneros variados imprimieron inevitablemente su sello a todas esas películas. También existen artesanos que se toman su trabajo con esfuerzo y respeto, sin ningún empeño en que les coloquen en el panteón de los artistas, gente con nómina fija en los estudios que hacían modélicamente lo que tenían que hacer aunque fuera muy difícil reconocer su personalidad si no existieran los títulos de crédito. Y están los creadores cuyo estilo y obsesiones son inmediatamente identificables para el espectador. Alex de la Iglesia pertenece a ese grupo. Puede acertar o equivocarse, plasmar lo que estaba en su cabeza o que el resultado no esté a la altura del planteamiento, combinar secuencias deslumbrantes con delirios gratuitos, sentir más vocación por el pasote que por quedarse corto, pero siempre tendrás la sensación de que esas películas solo puede hacerlas él, que salen de las entrañas antes que del cálculo, que le resultaría muy problemático aceptar encargos, mostrarse sumiso con las directrices de los productores, ejercer el mercenariado impersonal, no tener el control absoluto de lo que está pariendo.
Observando Balada triste de trompeta tienes la sensación de que hacer cine para este hombre es comparable al juguete más codiciado por un niño, que lo utiliza con pasión y le sirve de exorcismo, que se ha propuesto crear un universo autóctono mezclando todas las ficciones, aventuras, terrores, leyendas, alucinaciones y sentimientos extremos que han habitado sus gustos y su subconsciente desde que era un crío.
Aquí se plantea una meta muy arriesgada, amenazada por el caos al mezclar tantos elementos, al pretender hermanar el realismo con la fantasía, al introducir el esperpento más salvaje en medio de sucesos y personajes históricos, imaginándose una pandilla de freaks alrededor de la Guerra Civil española, las cacerías de Franco y el atentado contra Carrero Blanco, haciendo convivir la estética de los tebeos, los monstruos de Tod Browning, el Joker batmaniano, la Bella y la Bestia, el Fantasma de la Ópera con las baladas de Raphael, las fugas de El Lute, la televisión en blanco y negro. También pretende fundir la comedia con la tragedia, el naturalismo con el gore, el terror gótico con las pesadillas, la farsa con el documental. Tampoco falta el homenaje a Hitchcock utilizando el Valle de los Caídos con los mismos propósitos que acompañaban a aquel señor gordo, genial y perverso en el monte Rushmore, un broche visual que no podía faltar sabiendo del amor de Alex de la Iglesia a filmar la tensión que acompaña a las batallas en las alturas.
Todo este material puede revelar una notable empanada mental, osadía inútil para dotar de armonía y de sentido la alucinada unión de tantos géneros. Por mi parte, creo que este experimento tan difícil le ha salido muy bien. Es una película de rareza atractiva, tan hipnótica como inclasificable, integrando la acción con reflexiones amargas sobre la condición humana, la autodestrucción y la violencia como motor del amor, el apocalipsis que puede generar el deseo frustrado.
Hay muchas cosas que dan miedo en esta película, como que el payaso extrovertido que comprende la naturaleza de los niños y les enamora pueda esconder una compulsión asesina y sadomasoquista. O que el payaso secundario, resignado, pasivo y triste, alguien destinado por su físico y por su personalidad a perder siempre y a la irrelevancia, oculte un volcán en erupción. En este circo tan pintoresco y sombrío también tienen cabida la risa, el ilimitado sarcasmo, la irreverencia, la sorna castiza. La enorme capacidad para fabricar imágenes de este director asegura que no distraigas en ningún momento tu retina de lo que está ocurriendo en la pantalla. Lo que ves y lo que escuchas te provoca inquietud, pasmo y ternura. Hay tantas referencias localistas que es complicado que los espectadores foráneos accedan a determinadas claves. Yo la he disfrutado, me perturba, sigue en el recuerdo un día después. Creo que hasta he soñado con esos payasos con el rostro monstruosamente deformado que interpretan el siempre espléndido Antonio de la Torre y ese actor tan novel como sorprendente llamado Carlos Areces.
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