Y los sueños, vida son
Extraña recomendación inicial: si ayer no leyeron nada sobre la nueva película de Woody Allen en este u otro periódico, si no atendieron a los telediarios y llegan vírgenes de información a esta crítica... ¡Dejen de leer! Vayan a por unas tijeras, recorten la página, reserven tiempo para ver la película este fin de semana y, a la salida, si quieren, vuelvan a estas líneas.
Si están en este segundo párrafo tras regocijarse con Midnight in Paris, ya sabrán el porqué del aviso inicial. Y si a pesar de éste han seguido leyendo, sepan que ya no podrán experimentar el deleite de la sorpresa, de la estupefacción, vivido por el espectador como extensión del personaje protagonista: un guionista estadounidense de éxito y aspirante a novelista que, durante unas aburridas vacaciones en París, cruza cada noche el tiempo para encontrarse en los años veinte del siglo pasado con sus ídolos literarios y artísticos, escuchar sus consejos, irse de farra e incluso enamorarse.
MIDNIGHT IN PARIS
Dirección: Woody Allen.
Intérpretes: Owen Wilson, Rachel McAdams, Marion Cotillard,
Adrien Brody.
Género: comedia. España, EE UU, 2011. Duración: 100 minutos.
El arte de Allen se ha deshilvanado, pero también ha rejuvenecido
La clave del asunto surge más o menos a la media hora de metraje, cuando en un brote de genio Allen nos introduce en un túnel tan cómico como trascendente. Un recurso semejante a las entradas y salidas de la pantalla en La rosa púrpura del Cairo (1985), cuya efectividad en Midnight in Paris es casi mayor al no ir acompañado de la menor grandilocuencia de estilo, tanto formal como narrativo.
En los últimos años, el cine de Woody Allen puede que se haya hecho más deshilvanado, pero, a cambio, en cierto sentido, se ha hecho más joven, más inconsciente, más sencillo (a veces también simple, por qué no asumirlo). Y buena parte de la gracia de los saltos temporales es que surgen sin el menor boato y acaban con la mayor naturalidad: con unas elipsis que, de puro discretas, resultan sencillamente brillantes.
Expuesta la idea, Allen tira del hilo desde una triple vertiente. Y las tres resultan extraordinarias. La primera, la cómica, en la que el autor neoyorquino deja para la posteridad un puñado de frases sublimes y en la que destacan las desternillantes presencias de Hemingway ("¿alguien quiere darse de hostias conmigo?") y Dalí ("¡ri-no-ce-ron-tes!"). La segunda, la romántica, donde de nuevo la espontaneidad de un paseo bajo la lluvia y lo aún por experimentar enlazan con una visión del amor casi rohmeriana, muy de la nouvelle vague, precisamente donde da la impresión de querer dirigirse Allen con su actual concepción del acto de hacer cine. Y tercera, la relevancia de su discurso sobre la nostalgia como auténtica pérdida de tiempo, ejemplificada en otro maravilloso gag con Toulouse-Lautrec, Degas y Gauguin como protagonistas.
El mérito de Luis Buñuel con su película El ángel exterminador es que se le ocurriera una premisa tan original y desconcertante para mostrar una teoría sobre el ser humano, pero también que la expusiese con tal sobriedad y naturalidad. Logra que el espectador no se pregunte nunca: "¿Y por qué no pueden salir de la habitación?". Con la desmitificadora Midnight in Paris, y con su chiste maestro acerca de la película de Buñuel inmerso en ella, Allen está repitiendo la jugada: es la sencillez del genio.
Babelia
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