Bohemio, peregrino y soñador
En los créditos del final del que fue su deslumbrante debú, La parte del león, Adolfo Aristaráin dejó constancia de todos los autores a los que creía deber algo en su vida. Era una lista larga, testimonio de muchas horas de lecturas, de muchos discos de jazz oídos y de muchas películas vistas en sesiones de cine de barrio, nombres que ahora se repiten a lo largo de este más que filme, revisión de vida, homenaje a un ser entrañable, la propia madre del cineasta; y emocionado testimonio de la bonhomía de un padre que le dejó una enseñanza de vida: debes ser siempre bohemio, peregrino y soñador.
Estos nombres dan fe de dos cosas. Una, de la terrible coherencia en los gustos de un autodidacto que jamás fue a la universidad pero que no se perdió ninguna de las ventajas culturales en la que tan pródiga fue la mítica Buenos Aires en la que discurrió su adolescencia, entre los esperanzados cincuenta y los agitados sesenta. Otra, que Aristaráin no escatima elogios ni críticas, un gesto de rigor intelectual que le sirve, además, para ponerse artísticamente sobre sus dos pies: al fin y al cabo, somos lo que hemos leído, visto, oído. Y nada mejor que reconocerlo.
ROMA
Dirección: Adolfo Aristaráin. Intérpretes: Juan Diego Botto, José Sacristán, Susú Pecoraro, Agustín Garvie, Vando Villamil, Marcela Kloosterboer. Género: drama, Argentina-España, 2004. Duración: 160 minutos.
Esta honestidad intelectual, bien que en ocasiones servida a través de personajes que se pretenden entrañables pero que resultan sentenciosos en exceso (el que interpreta Marcos Mundstock, sin ir más lejos), arropa toda la vivencia que muestra Roma, un largo ejercicio de autoanálisis, pero al tiempo una declaración de amor -a la vida, a la madre, a los padres culturales sin los que no se puede vivir- de arrebatada, desarmante fuerza. Como ocurre en su cine, al menos desde la impactante Martín (Hache), hay en el filme una construcción de personajes que sobresale más allá de cualquier otra consideración: Aristaráin pasa incluso por encima de las contingencias de la historia, que su protagonista (espléndido Juan Diego Botto) vive no en primera persona, como buena parte de su generación, sino "desde un rincón", según acertada definición de otro personaje, para centrar todo su esfuerzo en la construcción de unos tipos humanos llenos de contradicciones, sí, pero también de humanidad, de sentimientos, de ternura, de carencias.
Y el resultado es una película intensa, honesta y también un tanto contradictoria. Intensa porque esos personajes tan primorosamente construidos se hacen inmediatamente próximos, irresistiblemente humanos (esa madre, Roma, con la que Susú Pecoraro da un auténtico recital; el propio protagonista), perfectamente comprensible en sus debilidades y sus grandezas. Honesta, porque su creador no duda en poner todo su pasado ante los ojos de su espectador, sin esperar que éste lo apruebe o lo desapruebe: al fin y al cabo, como recuerda el propio protagonista adulto (Sacristán) con palabras de Robert Stevenson: "No hay que tomarse demasiado en serio a uno mismo, somos absolutamente prescindibles para la historia".
Y también un tanto contradictoria porque, a pesar de su desusada duración (dos horas y cuarenta minutos de una película intimista parecen, a priori, mucho tiempo), en ocasiones literalmente necesitamos saber más sobre lo que se nos cuenta, esperamos más de unos personajes de los que nos hemos apropiado... y es éste tal vez el mejor elogio que de la película pueda hacerse.
Y contradictoria, en fin, porque como ocurre en sus últimos títulos, Aristaráin se vuelca a fondo en la palabra y prescinde en demasía de los poderes de la imagen, eso que hacía de sus primeras películas verdaderamente propias extraordinarios ejemplos de sabiduría fílmica. Un reproche menor, en todo caso: porque lo que en el fondo se recordará de esta película es su gesto de amor a la vida, su profundo, conmovedor agradecimiento.
Babelia
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