La monja bilocada de Franco
Subiendo por Gran de Gràcia, a mano izquierda, hay una vieja masía de aspecto anodino conocida como Can Trilla. El edificio -que data de los siglos XVII y XVIII- da nombre a la plaza donde está situado, aunque éste no sea el motivo de su discreta fama. Para el transeúnte que pasa por delante es sólo un inmueble antiguo, superviviente del pasado agrícola del barrio. No obstante, si se detiene y pregunta, se topará con una de las historias más extrañas de la ciudad.
Hoy en día, el caserón está ocupado por las cinco monjas que componen la congregación de las Hermanas de Jesús Paciente, dedicada al cuidado de los pobres. Pero entre el vecindario de más edad, es un lugar donde pasan cosas peculiares y donde puede entrarse en contacto con apariciones imprevistas. Desde la calle, por una sencilla puerta se accede directamente a la capilla, cuyo techo abovedado cobija un espacio de bancos de madera clara, encarados hacia el pequeño altar iluminado por seis cirios eléctricos. A su izquierda, unas escaleras llevan a las dependencias del convento. Y en el suelo, la tumba de la madre fundadora, una de las únicas barcelonesas cuyos despojos no descansan en cementerio municipal.
La superiora allí enterrada se llamaba Ramona Llimargas Soler y nació a finales del siglo XIX en Vic. Desde muy joven fue testigo de apariciones sobrenaturales, que le daban mensajes del más allá. Pero la celebridad le llegó justo antes del estallido de la Guerra Civil -que predijo-, cuando se convirtió en una de las videntes del general Franco, militar al que siempre le pusieron esta clase de saberes ocultos; que ya de joven había frecuentado a la hechicera magrebí Mersida, y que tuvo a su lado al adivino y esoterista Corinto Haza desde los primeros días del conflicto. Sin embargo, la "madre catalana" -como la llamaba el futuro dictador- les superó a todos.
Según narra su hagiografía, la hermana Llimargas tenía el don de la ubicuidad. Igual la estaban viendo en su mas de Calldetenes como, a la misma hora, entraba de sopetón en el despacho de Franco, en Burgos. Cuentan que para la sorprendente monja las puertas siempre estaban abiertas y que era recibida incluso en el frente, a pie de ofensiva o entre degollina y degollina. Una vez allí se encerraba a solas con el general, para contarle en exclusiva los designios de la Providencia. Tan habitual era su presencia en el alto mando franquista, que incluso el pelota de José María Pemán llegó a especular con que fuera la mismísima santa Teresa de Ávila rediviva. Pero el propio caudillo desmentía tal hipótesis, pues sor Llimargas le hablaba en el catalán cerrado de Osona, que el del Ferrol -que también lo debía de entender en la intimidad- descifraba por tener nociones de gallego.
En una ocasión previno a Franco de asistir a un banquete en Zaragoza porque iban a envenenarle. Y ya en la posguerra, aparecía en el Pardo sin ser anunciada; o al ser acompañada en coche oficial hasta Madrid desaparecía, y al llegar, el chófer se encontraba con el vehículo vacío. Hasta que el 26 de enero de 1940 -un año justo de la entrada del ejército nacional en Barcelona- fundó la comunidad de Can Trilla y, poco después, murió en la más extrema pobreza. Desde entonces, muchos afirman haberla visto en la capilla -no sabemos si al mismo tiempo que la veían en otro lado- pidiendo oración a sus fieles. En definitiva, una de esas historias que Iker Jiménez podría convertir en uno de sus reportajes con susto. Y es que -bien mirado- la fe en lo maravilloso no distingue entre dioses, extraterrestres, duendes verdes y tiranos bajitos.
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