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EL ÚLTIMO DOMINGO | Escrituras
Columna
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La lluvia en Brighton

Enrique Vila-Matas

Nos han instruido mucho acerca del mundo, pero en realidad no han sabido explicarnos nada. Porque no hay una explicación. Es una buena razón para dedicarse al arte, mostrar el absoluto misterio de las cosas.

Ahora bien, quienes debemos mostrar ese misterio constituimos también un misterio para nosotros mismos. Recuerdo una tarde en Lima, en un café de las afueras. Alguien dijo a mi lado: "Conocerse será siempre el problema de todos los hombres". Pensé que la frase, que era muy justa, no agotaba los problemas ni los enigmas. Veo un misterio en todo. Por ejemplo, en mi insistente tendencia a escribir los viajes antes de hacerlos y luego llevarlos a cabo lo más parecido a cómo los he escrito. En una primera etapa, esta tendencia me parecía una excentricidad. Ahora, un enigma.

Recuerdo, hace meses, haber ido a Brighton habiendo escrito previamente parte de lo que allí viviría. Había leído que el tiempo sería lluvioso y había visto en Internet los tonos azulados de las cortinas de los cuartos del hotel donde me hospedaría. Gracias a esta sabiduría previa, construí y escribí una sencilla secuencia que ocurría nada más llegar a mi habitación. Escribí que entraba en mi cuarto y me invadía una angustia que iba en aumento a medida que me acercaba a la ventana para ver cómo caía la lluvia sobre la larga playa de Brighton. La lluvia parecía calar en lo más hondo de mi destino. Movía entonces, con gran desesperación, la cortina de tonos azulados, y después me entregaba a unos pensamientos (también los llevaba escritos) agrios y profundos.

En la melancólica ciudad inglesa sucedió todo tal como había previsto (escrito, quiero decir), salvo el momento de angustia metafísica al mover con desesperación la cortina. Ahí debo decir que la desesperación, en contra de lo que tenía escrito, tuve que fingirla, lo que me hizo confirmar que no siempre que la ocasión lo requiere es fácil estar desesperado.

Me acuerdo de cuando allí en Brighton, algo más tarde, sentí la fatiga de estar pensando tan rutinariamente todo lo que ya llevaba escrito. Y también de cuando me escapé del guión y pasé a modificar los aspectos más ásperos de lo que pensaba, y surgieron entonces otros pensamientos. Muy diferentes. Portentosos. Reparé en que no habría llegado hasta ellos de no haber seguido tan fielmente, hasta aquel momento, el guión que yo mismo me había escrito. O sea que me había ido bien permanecer fiel por un rato a la monotonía de aquello a lo que, por iniciativa propia, me había predestinado, porque gracias a esto había accedido, en una segunda etapa, a la sorpresa de ciertos pensamientos diferentes y portentosos, inesperados.

Pensé también en la época en la que la manía de escribir mis viajes antes de hacerlos me parecía tan sólo una extravagancia. Y también en el día en que unas frases de Ulrich Plass me hicieron ver que la manía era enigmática, pero no absurda e insustancial: "Es factible ver la biografía de Kafka como un experimento que puede resumirse en una pregunta formulada a modo de quiasmo: ¿puedo vivir mi vida de tal forma que cada una de las experiencias vividas se transformará en escritura, y puedo escribir de tal forma que toda mi escritura tendrá un impacto experiencial transformativo en cómo vivo?".

Comprendí que nada tenía de singular mi disposición a incidir con la escritura en mi vida, y transformarla. Y pensé en algo con una cierta carga heroica que le había oído decir al rapero Juan Manuel Montilla, El Langui: "Creo en el destino, que está ahí, pero ha sido con mi carácter y mi voluntad como he ido trabajando para crear otro destino".

Y también me acordé de Robert Musil, que decía que si existe el sentido de la realidad, debe existir también el de la posibilidad: "Si al que posee el sentido de la posibilidad se le demuestra que una cosa es tal como es, entonces piensa: probablemente podría ser también de otra manera".

Desde entonces, el sentido de la posibilidad me señala que mi escritura no sólo puede intervenir en lo que vivo, sino también transformarlo, intervenir en lo que piense, tal como sucedió el día de Brighton después de mover los cortinajes.

Es verdad que solemos no conocer nuestros propios defectos, pero también lo es que muy pocos conocen sus propias virtudes. A veces hay en nosotros vetas de oro cuya existencia desconocíamos. ¿Y si una de esas vetas ocultas en cada uno de nosotros fuera, por ejemplo, una asombrosa capacidad para que nuestra escritura tenga un "impacto experiencial transformativo" en lo que pensamos?

Como estoy viendo que se puede llegar a lo nuevo a través de pensamientos previamente escritos, voy a escribir lo que haré y pensaré mañana por la mañana cuando baje con mis zapatillas de Muji al supermercado paquistaní a comprar café y me ponga entonces a pensar que una buena razón para dedicarse al arte es mostrar el absoluto misterio de las cosas...

Ya veo que mañana actuaré según el designio de lo escrito y lo pensado aquí mismo, unas líneas más arriba, y que me quedaré a la espera de que me entre la fatiga de la rutina de lo predestinado y me sea dado entrar de nuevo en el espacio de los pensamientos insólitos, prodigiosos; es decir, ya veo que mañana me quedaré a la espera de entrar de nuevo en una esfera del tiempo no prevista por los designios divinos y quizás trate ahí de buscar un fuego, un vuelo, un espíritu constructor, que nunca debí dar por perdidos. Pero eso lo haré mañana, hoy no. Hoy me quedaré pensando un rato en todo lo que no comprendo. Será mañana cuando vuelva a manipular el material de alto riesgo de la vida. Y será formidable saber que todavía trabajo para crearme otro destino.

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