Tarea de tinieblas
Es un aforismo que Kafka escribió en Zürau: "Lo positivo nos ha sido dado al nacer. A nosotros nos toca hacer lo negativo". También se puede traducir así: "Hacer lo negativo aún nos será impuesto, lo positivo ya nos ha sido dado".
Al cineasta Jean-Luc Godard le gusta ese aforismo porque dice que no hay que olvidar que las imágenes del cine proceden de negativos: "Hoy en día, con los vídeos y la informática, el negativo ya no existe; no tenemos más que el positivo. Pero lo positivo lo tenemos ya al nacer. Si nos quedamos sin contradicciones, ¿qué haremos para avanzar?".
Godard me hace pensar en todos esos fotogramas en los que las almas cándidas creen ver la realidad tal como nos ha sido dada cuando, de hecho, la realidad no puede aspirar a la plenitud si no cuenta con su correspondiente contradicción y negativo.
Doy cuatro pasos, voy al sillón, abro al azar un libro de estilo realista, entro directamente en un fragmento de La prometida del señor Hire, de Simenon. Recordaba que era una novela poderosa, pero no sospechaba que fuera a impresionarme tanto: "Se dispuso a seguir a la multitud, zambulléndose con ella en la luz y el ruido, deteniéndose como los demás al borde de una acera para echar a andar con rapidez en cuanto el resto volvía a arrancar. El señor Hire caminaba cada vez más deprisa, impaciente porque llegara la mañana".
Caigo instantáneamente rendido de admiración. En el fondo, me digo, eso es lo que como lector me gusta. Ahora que no me oye nadie, voy a gritar de entusiasmo. Me encanta en realidad verme envuelto en el cálido tumulto de esta vigorosa prosa que tanto complace al no menos vigoroso pueblo. Además, descanso mucho zambulléndome en las sencillas inquietudes de los otros. Qué placer tan grande ir por la calle y poder detenerse como se detienen las personas normales al borde de una acera, ante un semáforo. Qué formidable poder ser un hombre corriente y también un hombre sumido en la corriente de aire de una multitud que avanza apretujada a lo largo de un bulevar.
Qué maravilloso es leer relatos de corte tradicional, no sé qué haríamos sin ellos, sin toda esa parafernalia ancestral de la hoguera en la noche y el encantador de serpientes, siempre allí dispuesto. Relatos que nos mantienen insomnes. Toda la vida ha sido así, ¿no es cierto? ¿Qué haríamos sin historias?
Ahora bien, como narrador los relatos me interesan sólo lo indispensable. António Lobo Antunes dice que la gente quiere leer un libro para encontrar en él una historia y que él no tiene nada en contra de esto, es más, le gusta leer a Simenon, a García Márquez; le gustan estos autores, pero no le habría gustado escribir sus libros; les admira y respeta, pero no es lo que desea hacer en literatura. Más bien prefiere aportar algo diferente. Cree que si uno escribe y es fiel a sí mismo, teniendo en cuenta que su experiencia es única, siempre puede aportar sensaciones o ideas nuevas. No se trata, dice Lobo, de escritura experimental, sino de estar más cerca del corazón de las cosas: "Hay siempre ese núcleo incomunicable en nuestro interior y querría tener la capacidad de entrar en él, de comunicarlo".
Como narrador, yo siempre preferiré la reflexión, la indagación, el revés del fotograma realista, una tarea de tinieblas, salir en busca de la emoción emboscada, ensayar una expedición a ese núcleo duro y, en definitiva, desplegar el arte de lo negativo. Liz Themerson cuenta que hace poco, en el hospital, cuando la incertidumbre era máxima y no sabía si se moriría o sobreviviría, no era miedo lo que sentía, sino un inmenso vacío. No dormía de noche y esperaba con ansiedad la llegada de la mañana. Como si la mañana fuera a salvarla. Se pasaba las noches mirando por la ventana, esperando las primeras luces. Esa experiencia de vacío de Themerson es un tipo de emoción que surge cuando el realismo se desfonda y aparece en su lugar el núcleo duro de lo esencial, la nebulosa del ser verdadero, la bruma de la identidad profunda que es siempre extraña y extranjera. También la sensación de no haber dado lo mejor de nosotros a nadie, ni haber sabido vivir intensamente. Seguramente, Liz Themerson esperaba la llegada de la mañana confiando en que ésta le ayudaría a cortar amarras con el vacío y le permitiría trazar pasadizos, tal vez incluso buscar atajos hacia el núcleo incomunicable.
Vuelvo al sillón y regreso al señor Hire, a esas líneas que dicen que "caminaba cada vez más deprisa, impaciente porque llegara la mañana" y caigo en la cuenta de que si hasta ahora el señor Hire iba sumido en la corriente de aire de una multitud que avanzaba apretujada a lo largo del bulevar, ahora es una corriente de conciencia lo que al señor Hire le lleva en volandas, de un recuerdo a otro, empujándole desordenadamente en incontenible flujo mental, mientras se despliegan ante él las infinitas combinatorias del arte de lo negativo, del arte de la construcción de aquello que, cuando lo positivo ya nos ha sido dado, aún nos queda por hacer.
A pesar de todo, todavía durante un rato, el fragmento de Simenon sigue pareciéndome un modelo de realismo, de narratividad sin complejos intelectuales: "Las aletas de la nariz se le dilataron de júbilo. Había mucho ruido. Más que ruido era un rumor hondo como el fragor de las olas". Hasta que irremediablemente se va ensombreciendo el bulevar y el señor Hire dobla una esquina y se pierde en la corriente de su conciencia y cree escuchar, sin fragor de olas alguno, el rumor hondo de su identidad profunda. El rumor es un murmullo que le llega con una rara armonía de sonidos en la luz declinante del día. Al fondo de un corredor oblicuo, hay un tipo inmóvil, rígido. Tal vez es una estatua. El rumor es un lugar. El rumor es humano. El lugar, piensa el señor Hire, es el más apropiado para un punto de fuga.
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