Neocarlismo
No es por ensañarse, pero resulta notorio que, en la gestión de la crisis del agua, el Gobierno catalán y los partidos que lo sustentan han seguido una trayectoria errática y confusionaria, propicia a toda clase de malentendidos. Primero se infló durante semanas la presunta alternativa del Segre, cuando no se tenía jurisdicción sobre ella. Después hubo que tragarse la opción del Ebro, impuesta desde Madrid y que la Generalitat había descartado por razones de tiempo (un informe oficial de Presidencia con fecha 7 de abril le atribuye un plazo de ejecución de 21 meses). Más tarde se dijo que el caudal de ese trasvase de urgencia se obtendría de la mejora de los canales de riego del delta, y sin compensación económica a los regantes. Luego resultó que la modernización de dichos canales era impracticable a corto plazo, por lo que se sugirió una captación aguas arriba del Ebro, y previo pago a los titulares de las concesiones hídricas. Posteriormente vino el debate sobre cómo se iba a financiar el coste de la tubería entre Tarragona y Olèrdola, si descontándolo de las inversiones previstas en el nuevo Estatuto o con cargo a fondos de contingencia estatales... Anteayer, Madrid pidió que no se compre agua a los regantes, y éstos rechazaron venderla. A día de hoy, la esperanza más sólida para los grifos barceloneses con vistas a octubre es que, entretanto, llueva.
Ciertas actitudes reproducen los rancios esquemas reaccionarios del siglo XIX contra Barcelona
Es evidente que tantos zigzagueos, tantas contradicciones, alimentan la perplejidad y el malestar entre la ciudadanía. Máxime cuando, sobre esta materia, las tres fuerzas políticas que componen el Gobierno de Montilla se han movido no ya en orden disperso, sino en desorden caótico. Apenas anunciada -anunciada, que no iniciada- la interconexión de emergencia entre el Ebro y el sistema Ter-Llobregat, en Iniciativa ya se proponía su desmantelamiento preventivo. En cuanto a Esquerra Republicana, sigue empeñada en beneficiarse de lo mejor de ambos mundos: de las regalías del Diari Oficial, pero también de los dividendos de la pancarta y la manifestación callejera.
Ahora bien, de todo este enorme embrollo, la consecuencia que me parece más preocupante, más descorazonadora, es el virulento revival, en muchas zonas del país, de un sentimiento antiguo y profundamente reaccionario: el victimismo comarcalista que se traduce en fobia contra Barcelona. Un ex presidente de la Diputación de Girona, el convergente Carles Pàramo, lo verbalizó el otro día al acusar a los barceloneses de creerse "el centro del mundo"; y añadió: "No siento pena por lo que pasa. Barcelona es un gran Benidorm, ha crecido demasiado, y no le puede pedir al resto de Cataluña que esté a su servicio exclusivo". Un portavoz de la Plataforma en Defensa de l'Ebre (PDE) lo dijo de otra manera en TV-3 el pasado fin de semana: si el área metropolitana de Barcelona se queda sin agua -arguyó-, quizá es que debe replantearse "su modelo de crecimiento".
Desde principios del siglo XIX, todo el discurso antiliberal europeo, todas las corrientes hostiles a la revolución francesa, al parlamentarismo, al sufragio universal y al progreso han abominado de las grandes ciudades, esas Babilonias mestizas, esos hormigueros humanos de crecimiento aluvial donde se transgredían las leyes naturales, se pecaba sin freno y las ideas subversivas hallaban siempre terreno abonado. El belicoso carlismo catalán del ochocientos participó plenamente de esta visión antiurbana y, ya en las postrimerías de la centuria, hubo una corriente nada desdeñable, el llamado pairalisme o vigatanisme, que reelaboró aquellas ideas y las incorporó al bagaje del catalanismo entonces en gestación. El principal ideólogo de esta escuela, Josep Torras i Bages, sostuvo una concepción agraria, rural y tradicionalista de Cataluña, explícitamente contrapuesta al mundo urbano e industrial poseído -según el futuro obispo- por los valores del liberalismo y de la revolución. Permítaseme añadir que el catalanismo no devino un proyecto nacional con relieve político hasta que, dejando atrás tales rémoras, conquistó e hizo suya la metrópoli barcelonesa.
Es muy probable que los regantes del Ter, los activistas del Ebro y las fuerzas vivas del alto Segre no hayan leído a Torras i Bages. Pero, con algunas de sus actitudes, están reproduciendo los esquemas del reaccionarismo decimonónico más rancio. Cuando el ya citado señor Pàramo dice que la actual penuria de agua en Barcelona "es una lección", en realidad piensa que es un castigo por la soberbia de haber crecido tanto; y, al afirmar que la capital "no tiene derecho a exprimir más al territorio", ignora groseramente cuántos barceloneses de hoy descienden de los cientos de miles de inmigrantes comarcales que, entre 1840 y 1950, multiplicaron por diez el censo de la capital. Cuando el portavoz de la PDE habla de revisar "el modelo de crecimiento" metropolitano, ¿qué sugiere? ¿Volver al país agrícola de 500.000 habitantes anterior a la revolución industrial? ¿Cómo cree que se financia la envidiable calidad de vida de que gozan muchos municipios pequeños y medianos? ¿Habrá que exigir también las balanzas fiscales internas? En fin, esos altos dirigentes de Esquerra que justifican el egoísmo hídrico del Ebro en nombre de "los desequilibrios territoriales", ¿conocen algún país que sea como una hoja de cuaderno escolar, donde cada cuadrícula tenga la misma densidad de población, la misma renta per cápita, la misma estructura productiva...? Yo, no.
Visto desde la larga perspectiva que brinda la historia, resulta en verdad curioso observar cómo, en algo más de un siglo, el pairalisme antibarcelonés -ahora llamado sostenibilidad, antitrasvasismo, defensa del territorio, etcétera- ha pasado de manos de la derecha extrema a las de un totum revolutum en el que lleva la voz cantante la izquierda presuntamente auténtica, inteligente e incluso nacional.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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