Estropicios del bipartidismo
La Constitución española está resultando cada vez más disfuncional para buena parte de quienes pusieron en ella sus esperanzas. Se trata de los sectores sociales que no han seguido la evolución centrista del partido socialista y de los nacionalismos vasco, catalán y gallego. Esta disfuncionalidad no es una abstracción, tiene consecuencias. La última es esa reforma de la Constitución pactada por los dos partidos que se han erigido en propietarios exclusivos de la Carta Magna: el PSOE y el PP.
Se trata de una actitud que, por sí sola, contradice políticamente a la propia Constitución. Algunas de las fuerzas que tienen tantos motivos o más que el PSOE y el PP para considerarse parteras de la Constitución de 1978 acaban de ser marginadas, expulsadas de la renovación del consenso constitucional. Es el último estropicio producido por el bipartidismo al que tiende, desde hace tiempo, pero cada vez más, el sistema político español. De ahí vienen muchos males y vendrán más.
La reforma resta apoyo ciudadano a un sistema que en Cataluña ya lo perdía desde la sentencia del Estatuto
El penúltimo daño provocado por la imposición del bipartidismo fue la renovación fuera de plazo, dolosamente tardía, del Tribunal Constitucional, un órgano que ha sucumbido a la política de la lotización, el reparto del Estado entre PSOE y PP. El antepenúltimo se produjo un año antes, cuando el propio Tribunal Constitucional no renovado a tiempo se había permitido el lujo de dejar fuera de la Constitución nada menos que un Estatuto de Autonomía de Cataluña refrendado por los ciudadanos catalanes. Aquella sentencia desproveyó de legitimidad a la Constitución a los ojos de muchos catalanes. Y lo hizo por su contenido, que ahora mismo pende amenazadoramente sobre el futuro de la lengua catalana, y por la grosera desfachatez con que el PP manipuló los tiempos de la renovación del Tribunal Constitucional a fin de mantenerlo con una composición afín a sus posiciones políticas, que, de este modo, logró imponer.
La reforma constitucional que el PSOE y el PP tienen ahora a medio salir del horno legislativo restringe las posibilidades de llevar a cabo políticas económicas de tipo keynesiano, una opción clásica del centro izquierda que queda seriamente menoscabada a beneficio de la biblia neoliberal. Sería cínico ignorar que esta reforma es uno más de los gestos a los que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero se ha visto forzado ante la imposición de los Gobiernos conservadores que dirigen la Unión Europea y la zona euro, singularmente los de Alemania y Francia. Y que, por tanto, la oposición efectivamente posible a decisiones como esta, tómela el Gobierno del PSOE u otro, supone rechazar la orientación que tiene actualmente la gobernación europea. Son las mayorías conservadoras existentes en los parlamentos alemán, francés entre otros, y en el de Europa, las que, contra lo que por un breve momento parecía en 2008 cuando la quiebra de Lehman Brothers, siguen recetando que la manera de salir de la crisis económica es plegarse a los intereses de los mercados financieros mundiales desregulados. El fondo del asunto es si hay política fiscal europea o no la hay. Si la Unión Europea emite bonos o no. Puesto que hay moneda común, la cuestión radica en si hay también un Gobierno económico común con instrumentos suficientes.
El bipartidismo imperante en las Cortes españolas es fruto, en parte, de la evolución de las fuerzas políticas. Pero lo es también de la ingeniería electoral puesta en marcha en 1977. Es un sistema que tiende a hacer mayores a los que entonces se convirtieron en las dos fuerzas más grandes, tiende a reducir el peso de los medianos o pequeños. Y que, además, es acumulativo. Es decir, desalienta a aquellos ciudadanos que, convocatoria tras convocatoria, ven cómo su voto no vale para obtener diputados en su provincia. Hasta que incluso estos acaban votando a uno de los dos grandes, aunque en su caso sea tapándose la nariz. O se cambia esto, o esto acabará con el sistema, por la vía de dejar fuera a cada vez más ciudadanos. De momento, son ya buena parte de la izquierda y los nacionalismos vasco, catalán y gallego.
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