Gustavo Pérez de Ayala, traductor y actor
Cualquier definición profesional traicionaría la vida, tan prematuramente terminada, de Gustavo Pérez de Ayala. Los ingleses tienen la palabra socialite, que más de una vez le oí decir con gusto -referida a otros- a Gustavo, anglófilo de los más fervientes que he conocido. Pero si se traduce socialite por mundano, el término ya no es del todo adecuado; más que la mundanidad, a Gustavo le complacía estar en sociedad, departir, narrar con agudeza, escuchar con discreción, incluso actuar de benévolo casamentero de sus amistades.
Poco después de haberle yo conocido en los ámbitos universitarios madrileños de finales de los sesenta, Gustavo Pérez de Ayala sorprendió a quienes ya entonces le empezaban a tildar de diletante con una magnífica traducción del libro de Joseph Gelmis El director es la estrella, con el que Jorge Herralde inició su importante colección Cinemateca Anagrama.
En esa obra de referencia, Gelmis entrevistaba a muchos de los más importantes cineastas norteamericanos y europeos del momento, y era un placer oír las voces de gente tan distinta como Roman Polanski, Andy Warhol, Francis Ford Coppola o Bernardo Bertolucci, reproducidas con tanta viveza en español.
Gustavo recibió muchas felicitaciones por su trabajo, y, en una característica muestra de un ingenio que él siempre sabía no hacer petulante, respondía que iba a sugerirle a Herralde cambiar el título del libro cuando se reeditase, llamándolo El traductor es la estrella.
Siguió desde entonces, esporádicamente, traduciendo, y sobre todo, en una labor a la que él daba poca importancia pero me consta que desempeñaba con celo y rigor, adaptando películas y series para la televisión. Atento siempre a los frecuentes errores -que hoy siguen dándose- en las traducciones y subtitulados cinematográficos, recuerdo que fue Gustavo quien primero señaló el monumental gazapo que había en Blade Runner, donde se hablaba con misteriosa reiteración del "síndrome de Methusela", no habiendo advertido el traductor en cuestión que ese nombre corresponde en español a Matusalén.
Disperso e inconstante como el verdadero dandy que nunca se da del todo a nada pero por muchas cosas siente curiosidad, Gustavo Pérez de Ayala empezó a mediados de los setenta a trabajar como actor, lo que al principio pudo parecer demasiado plebeyo para una persona de su exquisito refinamiento.
Le recordaba yo, por una presencia de característico que no pasaba desapercibida, en sus cortas intervenciones de Trágala, perro, de Antonio Artero, y Una mujer bajo la lluvia, de Gerardo Vera. Pero he podido ver con motivo de su muerte una lista (no exhaustiva) de sus cometidos interpretativos, y compruebo con asombro que en el curso de poco más de diez años hizo papeles, tanto en cine como en Televisión Española, para directores como Jaime Chávarri, Mario Camus, Ricardo Franco, Alfonso Ungría, Pedro Masó, Iván Zulueta o Sergio Cabrera.
Gustavo fue además, y quizá de ahí le venía la elegante reticencia que ha mantenido hasta el fin de su mortal enfermedad hepática, un producto paradigmático de la mejor tradición civil española.
Alumno del Colegio Estudio, ligado familiarmente a apellidos ilustres de la Institución Libre de Enseñanza (Jiménez Fraud, Cossío), Gustavo era, además, nieto de don Ramón Pérez de Ayala y hoy, en la despedida, le recuerdo regalando a sus amigos más letraheridos de los años sesenta, cuando el libro estaba prohibido por la censura franquista, ejemplares de la valiosa primera edición de la excelente novela jesuítica de su abuelo, A. M. D. G.
"¿Y tú, Gustavo, no quieres ser escritor?", le pregunté un día ya lejano. "Me gustaría", contestó él, "pero habiendo un Proust tengo miedo de no pasar de reincidente".
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