Cerveza, pero ojo, que la monogamia causa desgracias
El mejor aperitivo existente, desde los sumerios, es la cerveza. Mentes perversas la han prostituido estos últimos años añadiéndole limonadas y otros brebajes inferiores. Debería estar penado. Y, sobre todo, ¡no "afeitéis" las soberbias barbas de una buena cerveza! La espuma debe reposar unos instantes, y sólo así notaremos su fresco gusto amargo, con el mágico lúpulo de sabor de fondo. Como aperitivo, mejor las ligeras, las ale. Si se puede escoger, las procedentes de Chequia son inimitables.
Europa se divide en dos, con el euro o sin él: la Europa del vino -la sangre de la tierra-, que incluso le ha dedicado una religión, y la Europa del centro y del norte, la de la cerveza. La ley más antigua que existe sobre alimentación es un decreto sobre la cerveza en pleno siglo XIII y en Inglaterra. Sabrosas pero nocivas son las tapas: quitan el apetito y engordan; la cerveza, por sí sola, no engorda. Y, por supuesto, debe ir acompañada de conversación: una sosegada plática sobre el tiempo, sobre los dislates políticos (un tema eterno) o sobre las amenidades que nos presta nuestra pareja, todo eso que hablamos, con la cabeza reposada en la cabecera del sofá o con los codos en las rodillas, con ligereza y exquisita educación (por ejemplo, escuchando la cháchara del acompañante, y no sólo fingiéndolo), pues todo eso le da mejor sabor a la rubia, rizada, excitante cerveza. Ahora bien, beber cerveza cada día puede llegar a ser monótono y convertirse en un hábito. Y así pierde toda su magia: la monogamia ha causado ya demasiadas desgracias.
Isabel-Clara Simó es escritora.
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