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Basil Rodríguez, detenida en la acampada por Gaza de Columbia: “No podía continuar con mi vida como si nada”

La universitaria estadounidense de origen palestino rememora la noche de su detención y cómo la guerra la convirtió en una activista

Basil Rodríguez, one of the students who organized the protests at Columbia University.
Basil Rodríguez, 24 años, una de las estudiantes que organizó las protestas en la Universidad de Columbia.

Hay una canción que los organizadores de las protestas en la Universidad de Columbia, en Nueva York, cantaban día y noche en el campamento en solidaridad con Gaza que se convirtió en el epicentro de las protestas universitarias en Estados Unidos. “El mundo no me ha dado la voz que tengo. El mundo no me la puede quitar”, dice la letra. La palabra voz se va intercambiando por otras: fuerza, alegría, paz o amor. La noche del 30 de abril, un grupo de estudiantes cantaba esa canción en frente del edificio del campus que habían ocupado un día antes. Entrelazando los brazos formando una cadena humana, balanceándose al ritmo de la música, unos veinte estudiantes protegían la entrada del edificio, que habían renombrado Hind’s Hall en honor a Hind Rajab, una niña de seis años asesinada por las fuerzas israelíes en Gaza. La policía detuvo aquella noche a cerca de 100 personas, incluidos los 44 que ocuparon el edificio. Está previsto que la mayoría comparezca este jueves ante un tribunal de Manhattan, acusados de allanamiento de morada.

Basil Rodríguez, 24 años, estaba entre las que cantaba esa canción esa noche, megáfono en mano. Tenía miedo. Sabía que la policía iba a irrumpir en el recinto de un momento a otro y que les iba a detener, pero siguió cantando. Estaba concentrada en el sufrimiento de los palestinos, en los más de 35.000 asesinados en Gaza y en los 200 días de bombardeos constantes sobre la Franja.

Los estudiantes llevaban ya entonces cerca de dos semanas acampados en una de las explanadas de césped del campus para exigir que Columbia rompiera relaciones con cualquier empresa vinculada a Israel. Su movimiento inspiró campamentos similares en decenas de campus en Estados Unidos, Europa o Australia. Ante la negativa del rectorado de ceder ante sus demandas, los organizadores decidieron escalar la movilización y ocupar Hamilton Hall, uno de los principales edificios de la universidad, el mismo que ya ocuparon durante las protestas contra la guerra de Vietnam, en 1968, o contra el apartheid en Sudáfrica, en 1985.

La melodía de la canción se mezcló de pronto con el sonido de los pasos de los cientos de agentes antidisturbios de la policía de Nueva York, que expulsaron del campus a estudiantes, testigos y periodistas antes de comenzar las detenciones y entrar al edificio ocupado. Ann Marie, la madre de Basil, lo estaba siguiendo por televisión a miles de kilómetros de distancia, en California. Ella también fue activista: en su época universitaria, en 1992, fue una de las primeras en unirse a uno de los grupos propalestina y conoce la brutalidad policial. Estaba asustada, reconoce, pero también orgullosa. “Esta generación son nuestros líderes del futuro, los que lucharán por una paz justa para todos. Solo siento admiración por ellos”, cuenta.

Durante unas dos horas de operación, la policía desmanteló el campamento, desalojó el edificio, y detuvo a decenas de personas, fuera y dentro del campus. Algunos tuvieron que ser hospitalizados. Del momento de los arrestos, Basil tiene una nebulosa de recuerdos. Las porras de los policías, los empujones, dos de sus compañeros tirados en el suelo, inconscientes, las bridas de plástico apretándole las muñecas. Y las letras de las canciones, que le recordaban por qué estaba allí. La policía acusó a Basil de allanamiento de morada. Pasó una noche en el calabozo y al llegar a casa se dio cuenta de que tenía las piernas llenas de moratones, aunque no recuerda que la policía le golpeara. Un par de semanas después, retiraron los cargos y la universidad, de momento, no la ha expulsado.

El miedo se mezclaba esa noche con el compromiso y la convicción de que sus demandas eran alcanzables y justas. Como estadounidense y estudiante de Columbia, Basil siente el deber de alzar la voz por Palestina. Es, dice, su responsabilidad. “Si no me opongo, me convierto en cómplice, incluso financieramente porque estoy pagando una matrícula”, asegura. “Si no protestamos, la culpa de este genocidio también recae sobre nosotros. Es un acto de conciencia colectiva y de amor hacia los palestinos, para defender su derecho a vivir”.

En Estados Unidos, el principal aliado de Israel, participar en protestas en defensa de Palestina supone asumir riesgos. En circunstancias normales, movilizarse en un campus universitario no debería tener consecuencias, pero lo que ha pasado en los últimos meses, con el rectorado de Columbia suspendiendo asociaciones de estudiantes, expulsando a alumnos y permitiendo la entrada de la policía en el campus, demuestra que el escenario, en esta ocasión, es diferente.

“Los estudiantes se arriesgaban a sufrir el tipo de acoso que se produce en este país cuando se alza la voz por Palestina; se arriesgaban a sufrir medidas disciplinarias por parte de la universidad en un contexto impredecible; y se arriesgaban a ser arrestados por una policía muy politizada y violenta,” explica Joseph A. Howley, profesor de literatura en la Universidad de Columbia. Incluso a él, con más de una década dando clases en la universidad, le parecía intimidante participar en las protestas y mezclar su trabajo con el activismo, pero terminó haciéndolo por responsabilidad. “Pensé que me correspondía, como parte del profesorado judío y como hombre blanco privilegiado”, cuenta. Basil, con 24 años, es consciente de los riesgos y está dispuesta a asumirlos todos. “No quería leer sobre este movimiento desde fuera, necesitaba ser parte de él”. Pero no siempre lo tuvo tan claro.

La familia de Basil forma parte de la diáspora palestina. Su padre es mexicano, su madre, palestina y colombiana, y su abuelo, de Jerusalén, superviviente de la Nakba de 1948. Basil creció con ellos en California, conviviendo con el sufrimiento de su abuelo, que se transmite, dice, de generación en generación. Desde pequeña, ha escuchado historias sobre la lucha palestina y sobre la importancia de levantarse frente a la opresión y la injusticia. Tiene familia viviendo en Jerusalén y los visitó en 2014, cuando tenía 14 años. Allí, vio de primera mano las consecuencias de la ocupación militar israelí y conoció a la prima de su madre, Shireen Abu Akleh, una periodista palestina-estadounidense a la que Israel asesinó en Yenín en mayo de 2022, a pesar de que iba identificada como prensa, con casco y chaleco antibalas.

Para Basil, el asesinato de Shireen fue el primer punto de inflexión en su camino hacia el activismo. Entonces, estaba ya cursando el último año de la carrera de Historia. “Me cambió porque me di cuenta de que mi familia no estaba a salvo”, cuenta. “[Shireen] era tan valiente que pensaba que siempre estaría ahí, pero fui consciente de que nadie es invencible ante la ocupación israelí y que la intención de Israel es destruir todo aspecto de la vida palestina, su historia y su cultura, y por eso tenemos que preservarla”.

El segundo momento clave fue a principios de octubre del año pasado, cuando Israel empezó a masacrar a la población de Gaza después del ataque de Hamás. Basil acababa de empezar un máster en estudios americanos en la Universidad de Columbia, una de las más prestigiosas del país, en la que un año de educación cuesta en torno a 60.000 euros. Quería estudiar la resistencia como una forma de reparar las heridas que deja el colonialismo, y eligió Columbia por su legado de apoyo a la causa palestina, aunque ahora reconoce que la universidad representa una historia de terror y esperanza al mismo tiempo. Esperanza, porque es una plataforma que los palestinos en el mundo académico siguen utilizando para buscar justicia; y horror porque, según explica, Columbia, con sus inversiones, está siendo “cómplice del genocidio”. En octubre, Basil empezó participando en manifestaciones en Nueva York, pero después se unió al movimiento estudiantil que organiza las protestas en Columbia, decidida a hacer sacrificios y a poner “su voz y su cuerpo al frente de la lucha por la liberación de Palestina”.

El grupo, formado por cientos de estudiantes de diversas nacionalidades y religiones, se dio cuenta pronto de que no bastaba con organizar marchas y concentraciones. Dispuestos a hacer sus demandas y lo que estaba ocurriendo en Palestina “imposible de ignorar”, dieron un paso más y acamparon en mitad del campus. Al principio, Basil, aunque formó parte de la organización, decidió no unirse: no quería arriesgarse a que la universidad la expulsara. Pero en cuanto vio a sus compañeros en las tiendas de campaña, cambió de opinión. “Las universidades de Gaza están destruidas, no podía ser tan egoísta de continuar con mi vida como si nada”.

Ese campamento apenas duró un día. El 18 de abril, la policía lo desmanteló y arrestó a más de 100 estudiantes. Basil se libró: había ido a su casa a dar de comer a su gato. Volvió lo más rápido que pudo, en un viaje agónico en metro, y en cuanto llegó empezó a planear los siguientes pasos. Cientos de estudiantes, de manera casi improvisada, reaccionaron montando un segundo campamento, que pronto se convirtió en una comunidad perfectamente organizada, con comida caliente, una biblioteca, clases y asambleas diarias. “Estábamos protestando en contra de algo horrible, de un genocidio, pero a la vez, estábamos creando algo precioso”, recuerda Basil.

Trece días después, la policía volvió a entrar en el campus para disolver el campamento y la protesta en Hamilton Hall, el edificio ocupado. Sobre la explanada, quedaron las marcas de las tiendas de campaña en el césped desgastado. Basil, aunque consciente del movimiento estudiantil que habían despertado, sintió aquel 30 de abril como una derrota. La universidad y la policía les habían despojado de su forma de resistir. Pero ese intento de silenciarles, asegura, les hizo más fuertes. “No voy a parar. Todo lo contrario. Y ahora he aprendido y sé cómo hacerlo mejor”, asegura.

Desde entonces, aunque el campus está prácticamente vacío, y aunque la inmensa mayoría de estudiantes han vuelto a sus casas, Basil y los grupos de estudiantes propalestina no han dejado de protestar. Organizaron, junto a profesores y alumnos, una graduación paralela; montaron, durante un fin de semana, un tercer campamento en el campus; y ahora tienen previsto llenar de manifestantes el tribunal donde está previsto que comparezcan sus compañeros.

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