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Columna
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Algún respiro en medio de la nada

Casi siempre intento ver el programa de Évole. Logra confesiones insólitas de sus invitados. Me sorprende la sinceridad de Rufián

Gabriel Rufian en Lo de Evole
Jordi Évole y Gabriel Rufián, en 'Lo de Évole'.
Carlos Boyero

Debe de existir multitud de gente sola o acompañada, convencida de que uno de sus principales alimentos cotidianos es estar en compañía permanente de una televisión encendida. Para entretenerse, argumentarán algunos de sus feligreses. Para no sentirse aislados, afirmarán los que viven una soledad forzada, vocacional o circunstancial. Y los médicos y los psicólogos no avisan de que esa adicción puede crear trastornos nerviosos, frecuente dolor de cabeza, y resignado hastío. Esa ventana para mirar el mundo, que asegura la cursilería con afanes líricos, o el espejo de la realidad, que cuentan otros, como si la realidad tuviera algún componente mágico o aumentara las ganas de vivir, se empeña en insultar sin tregua a la inteligencia. Acompañada de toneladas machacantes de publicidad, que es la que financia al monstruo.

Cuentan que la gran mayoría del personal ha cambiado la tele por el uso opiáceo de las redes sociales. Deben de provocar un colocón volcánico, pero esa droga no la conozco. No sé si es más chunga que la otra. Me refiero a permanecer todo el tiempo de vigilia usando un móvil. Lo de hablar con otra persona mirándose las caras, lo de sentarse en un banco para observar el paisaje o las nubes, ya ha pasado de moda. Ahora, lo más apasionante y cotidiano que te puede ocurrir es a través de un teléfono, unos auriculares, un ordenador, esas cosas que han impuesto Elon Musk, Zuckerberg y demás emperadores de la comunicación.

A pesar de todo, casi siempre intento ver el programa de Évole. Logra confesiones insólitas de sus invitados. Es difícil desconectar de conversaciones tan sabrosas. Me ocurría lo mismo con Quintero y con Balbín. Ofrecían espectáculo, pero también los conocimientos de gente que tenía algo interesante que contar. La forma de desarrollar esas conversaciones era brillante.

Me sorprende en Lo de Évole la sinceridad de Rufián al afirmar que en una época se repartían carnets de pureza ideológica y nacionalista en Cataluña. Y que él también participó en ello, de lo cual se avergüenza. También habla de su legítimo rencor hacia la jefa del departamento comercial en el que curraba de jovencito, cuando esta le calificaba de ser un cero a la izquierda. Y de su infantil venganza contra ella cuando se creyó un triunfador. También habla de dudas, miedos, contradicciones. Y me identifico con él cuando confiesa que desde que era un niño ha sentido rechazo genético y vocacional hacia la autoridad. Que tenga cuidado, ya que él también la posee. Es un político. Con cargo transcendente.

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