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SERIES
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘The Curse’, cuando la maldición eres tú

La serie más incómodamente genial del momento tiene a una pareja de tontos muy tontos (y muy ricos) como protagonista y explora, desde una comedia negra bizarra, lo cruel del experimento narcisista en que se ha convertido el mundo contemporáneo

Nathan Fielder y Emma Watson en una imagen de 'The Curse'.Foto: SKYSHOWTIME
Laura Fernández

Cuando la pareja infantilmente adinerada, torpe, y despreocupadamente cruel que forman Whit y Asher, los protagonistas de la serie más incómodamente genial del momento, ese artefacto de un humor negrísimo llamado The Curse (SkyShowtime), decide jugar a las casitas, no lo hace en su cuarto sino en el mundo real. Es decir, compra casas que una vez fueron de alguien que no ha podido seguir pagándolas y las convierte en una cosa abominable repleta de espejos —no parecen casas, sino montañas de reflejos, algo en absoluto casual—, y las hace, por supuesto, sostenibles, y carísimas, para que los únicos que puedan acceder a ellas sean tan ricos como ellos. Esto, inevitablemente, amenaza con destruir la sorprendida comunidad de La Española, el rincón de Nuevo México en el que esta pareja de tontos muy tontos, pretende hacerse famosa.

Porque, sí, todo lo que allí va a ocurrir, va a grabarse. Ash (un aquí especialmente marciano Nathan Fielder) y Whit (Emma Stone y la insoportable levedad del personaje más mimado de su carrera) van a protagonizar su propio reality, algo llamado Filantrophy, dirigido por un tipo que no deja de hablar de su mujer muerta y que entierra las llaves del coche bajo los árboles, Dougie (un siniestramente desastroso Benny Safdie). Pero antes van a tener que vendérselo a HGTV —la cadena de televisión—, y todo va a traerles sin cuidado hasta que eso ocurra. Porque han tenido una idea genial. Van a hacerse famosos por crear una localidad de casas pasivas —no contaminantes— y ayudar a la comunidad, ofreciendo trabajos que no existen en franquicias de exclusivos pantalones y exclusivos cafés que únicamente abren sus puertas cuando se está rodando.

Quieren, Ash y Whit, ser buenas personas. Y creen que pueden llegar a serlo fingiendo, ante las cámaras, que lo son. Porque, en su mundo, no existe aquello que se es, sino únicamente lo que uno parece ser. He aquí el epicentro de la ficción que, por cierto, escriben y dirigen los propios Fielder y Safdie, cada vez más sabios en lo que a la incomodidad narrativa, y el sketch bizarro se refiere: atentos al primer encuentro entre Ash y el padre de Whit, y a cómo presumen, cabizbajos, de lo pequeño que es eso que tienen ahí abajo. El juego de espejos de lo real, hoy, pasa por aquello que los demás ven de ti, algo que nada, a veces, tiene que ver contigo, a menos que tu capacidad para fingir cuente. Lo curioso en el caso de la pareja protagonista es que no saben fingir, porque no han tenido que hacerlo, el dinero les ha librado de tener que hacerlo.

Es fascinante la manera en que, a partir de una narración a menudo digresiva, que se pierde siguiendo a los personajes, tan torpemente enrabietados a veces —como dos niños mimadísimos que patalean cuando algo no les sale como quieren, esto es, por ejemplo, que los dueños de las casas no se comporten como ellos creen que deberían hacerlo, porque son, como el terreno, suyos—, consigue ahondar en la frialdad sistémica, en la psicopatía, de todo mecanismo de representación. Es decir, en el mecanismo del mundo contemporáneo, que se usa a sí mismo como material fungible, algo que editar y formatear antes de volver a mostrar. Como ocurre en esa escena en la que Ash y Whit hacen algo ridículo y creen que es divertido y tratan de reconstruirlo para subirlo a Instagram, y les resulta, claro, imposible.

Todos, como los habitantes de La Española, en mayor o menor medida, somos víctimas hoy de un experimento narcisista global, que, a pequeña escala, y con una, por momentos, lynchiana mezcla de comedia y horror, están llevando a cabo Ash y Whit, un, por otro lado, endeble, perdidísimo matrimonio de críos que jamás han tenido que crecer, ni aprender a convivir, que se rigen únicamente por aquello que creen que está bien porque lo parece, o parecerá que lo está. Son un par de cobardes, además, que se libran de toda culpa con una sonrisa falsa y la adecuada transmisión de esa culpa —eso que se dijo y no debería haberse dicho— a cualquiera de sus infinitos empleados. ¿Y qué ocurre cuando se cruzan con alguien, una niña, a la que no pueden controlar, y esa niña —y de ahí el título— les lanza una maldición? Que tiemblan de miedo, y casi pierden la cabeza.

Lo curioso es que ella sí está jugando —hay un reto viral en marcha—, pero ellos, que no entienden el sentido figurado, o la posibilidad de que este exista, que viven, paradójicamente, en una realidad en la que impera la literalidad —en una realidad que nada tiene que ver con lo real—, se convencen de que todo puede salirles mal por culpa de esa cría. La comida para llevar llegó sin pollo, y ¿acaso había ocurrido antes? Lo absurdo de aquello en que podría estar afectándoles la maldición de la niña —que está a punto de perder, por culpa de la pareja, mucho más que el pollo en un plato de comida para llevar—, dispara la condición de enfermizo agujero negro de Ash y Whit, de incómoda piedra en el zapato del mundo. Porque la maldición son ellos. Algo imparable y sin sentido que pretende asolar, caprichosa e inconscientemente, ese rincón del planeta.

Fielder y Safdie inventan una fórmula en algún sentido también maldita para tan peculiar artefacto, que permite una colisión entre el mundo real pero repleto de trampas —trampas que en la narración sostienen planos ante momentos incómodos que revelan lo que hay, de verdad, detrás de los personajes: todo su racismo, su inseguridad, su exacerbado miedo ante lo desconocido, y lo desconocido es todo, cualquier cosa— y el mundo de juguete en el que los protagonistas creen estar viviendo. Un mundo con el que pueden jugar a su antojo, pero que juega en realidad con ellos, porque al final, ellos son sus propios muñecos rabiosamente incontrolados. No habrán visto nada igual, y tampoco se habrán reído tan perversamente jamás.

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.

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