¿Generacional? No, gracias. Así ha conseguido ‘Friends’ seguir conquistándonos
Uno de los secretos de su éxito es que las problemáticas de los protagonistas son atemporales: se enamoran, se desenamoran, tienen malos trabajos, reciben ascensos y a veces se disfrazan de armadillo
Si tienes la mala suerte de que un amigo te pida que le ayudes con una mudanza es posible que en algún momento alguien no pueda resistirse a gritar “¡giradlo!, ¡giradlo!, ¡giradlo!”, al estilo de Ross Geller ejerciendo de capataz del paso del sofá. Es uno de los momentos cotidianos que resignificó Friends (disponible completa en HBO Max). La lista es extensa: pantalones de cuero, tomarse un respiro, dientes artificialmente blancos, The Lion Sleeps Tonight —aunque no se la cantes a un mono superestrella de Hollywood— o el autobronceador. Y probablemente sea en Monica, Chandler y Joey en los primeros que pienses después de que te pique una medusa. Hace unos días me referí a Tan poca vida de Hanya Yanagihara como “un libro para guardar en el congelador”. No sé si Harold Bloom habría dado el concepto por válido, pero mi interlocutor se sobrecogió pensando en Cujo y Mujercitas. Sabía a qué me refería.
Algunos de esos momentos se recordaron en redes sociales tras el fallecimiento de Matthew Perry. Durante una suerte de vigilia espontánea, miles de seguidores de la serie revelaron los gags con los que el personaje de Perry les había arrancado una carcajada. Parecía obligatorio agradecer tanto a Chandler como a la serie los buenos momentos, tantos que no cabrían en una lista plastificada. Había ganas acumuladas. Al contrario que los seguidores de las series actuales, nunca pudimos hacer trending topic #medialangosta, #unagi o #copageller. Friends se mantuvo una década en pantalla, pero se quedó con nosotros para toda la vida.
A principios de los noventa, la NBC buscaba un producto que rejuveneciese su target y dos jóvenes guionistas, Marta Kauffman y David Crane, aparecieron con una idea sobre seis veinteañeros. Les avalaba la divertidísima Sigue soñando, una de las primeras comedias de HBO, un canto de amor a la televisión que, desafortunadamente, no está en ninguna plataforma. Aquel proyecto se acabó llamando Friends y se estrenó el 22 de septiembre de 1994 —a España llegó a través de Canal+ y codificada en noviembre de 1997—. Las críticas fueron buenas, pero el recibimiento no fue entusiasta. En la segunda temporada ya era un fenómeno. Más de 53 millones de espectadores vieron el capítulo El de la Superbowl. Su éxito se fue cociendo lentamente al calor de la relación entre Rachel y Ross, el respiro que tal vez no lo fue, la chica de la fotocopiadora y la carta de 18 páginas (¡por las dos caras!). La pareja se convirtió en una obsesión: Kauffman fue consciente de lo que habían logrado el día que su rabino le preguntó cuándo iban a volver. El experimentado director James Burrows lo supo siempre. Tras leer el primer guion invitó a los actores a Las Vegas y les dio dinero para apostar asegurándoles que sería la última vez que serían anónimos.
Quienes tras el fallecimiento de Perry ejercieron de plañideras en las redes sociales no eran un ejército de cincuentones nostálgicos. Al contrario, primaban los treintañeros e incluso los veinteañeros. Algo que sorprende incluso a sus creadores. “Me deja alucinada no solo que la gente siga viéndola, sino que siga conectando con ella”, confesó Marta Kauffman en 2016. “Tengo una hija de 17 años, y hace poco alguien en su colegio le preguntó: ‘¿Has visto esta nueva serie llamada Friends?”.
Es lo que pasa cuando los personajes están bien escritos. Por eso podemos identificarnos con las vivencias de cuatro jubiladas de Miami o de un grupo de publicistas neoyorquinos de los años cincuenta. A pesar de la tendencia de algunos ejecutivos por trufar artificialmente las ficciones con personajes de toda edad y condición, la universalidad existe. Las problemáticas de los protagonistas de Friends son atemporales: se enamoran, se desenamoran, tienen malos trabajos, reciben ascensos y a veces se disfrazan de armadillo. Que en 2018 Netflix pagase a Warner 100 millones por emitirla durante un año es una prueba de la durabilidad del encanto de la serie.
No hay un único secreto tras su éxito aunque el más evidente sea la química entre sus protagonistas, un grupo de actores brillantes que potenció las diversas personalidades que Kauffman y Crane diseñaron. Sus diversas combinaciones funcionaban tan bien como la mezcla de comedia física —la escena de la mudanza podría haber figurado en cualquier slapstick de Harold Lloyd— y la agilidad de los diálogos. Supo aprovechar también otra de sus virtudes, el obvio atractivo físico de sus protagonistas, e incorporó la tensión sexual no resuelta que tantas alegrías nos había deparado en Luz de luna o Remington Steele. Sus episodios eran independientes, pero no podíamos perder el hilo porque, como el rabino de Kauffman, necesitábamos saber qué iba a pasar con Ross y Rachel.
Es inevitable que haya nubarrones sobrevolándola. Siempre acechan cuando se mira cualquier producto cultural del pasado con los ojos del presente. El implacable revisionismo la ha acusado de homófoba y racista. Los creadores recogieron el guante en el esperado reencuentro de 2021 donde, excusatio non petita, un grupo de jóvenes que abarcaba todas las diversidades redimían la serie de acusaciones absurdas. No es cierto que todas las pandillas de los noventa, ni siquiera las de hoy, rebosen esa diversidad racial y sexual cuya ausencia se le afea a Friends. Más irreal que el hecho de que los seis protagonistas de Friends sean heterosexuales es que el Matt de Melrose Place, un atractivo homosexual de Los Ángeles, fuese el personaje más casto de su pandilla. La de Aaron Spelling es la gran serie de ciencia ficción de los noventa y no Expediente X. A mediados de los noventa, la boda entre Susan y Carol supuso un hecho sin precedentes en una ficción ajena a la mucho más libre televisión por cable. Y no, no fue demasiado obvio servir pechugas de pollo.
En la televisión estadounidense había otros grupos de amigos con los que fueron comparados. Estaba la pandilla disfuncional de Seinfeld, mucho más cínica y áspera, o los parroquianos de Cheers, el lugar en el que todo el mundo sabía tu nombre. Friends combinaba las conversaciones sobre nada de unos y el hogar fuera del hogar de otros, sustituyendo un sótano mal iluminado por uno de esos acogedores cafés que Starbucks, otro de los fenómenos de los noventa, había replicado por todo el mundo con sus muebles de los tiempos de antaño y sus tazas de colores.
Friends es tan cómoda como el sillón naranja del Central Perk y tan reconfortante como sus cafés permanentemente humeantes, es el epítome de lo que se conoce como comfort TV. Un concepto que nadie ha definido mejor que otro héroe televisivo, Bojack Horseman: “Para mucha gente la vida es solo una patada larga y dura en la uretra y a veces, cuando llegas a casa tras un largo día en el que te han dado una patada en la uretra, solo quieres ver una serie sobre personas buenas y agradables que se aman, en la que pase lo que pase, después de treinta minutos, todo va a salir bien”. Eso es Friends.
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