Cuentos chinos y muy viejunos
La nueva apuesta de Telecinco parece un programa de los tiempos en que las familias se reunían a ver la tele. Pero eran otras familias y otras teles
En off, con su silueta al fondo del plató, tras unas puertas, Jorge Javier Vázquez anunció su regreso contando los días que llevaba sin ponerse delante de una cámara de Mediaset: 117 días. Al rato, contó a la audiencia en qué había invertido ese tiempo. Le confesó a Susi Caramelo los pormenores de una crisis de salud que empezó con una subida de tensión. A otro colaborador le dijo más tarde que estuvo de vacaciones en Argentina y que folló mucho haciéndose pasar por profesor de secundaria. También estuvo todo el verano muy pendiente de la tele, a juzgar por las pullas que dedicó a los colaboradores y críticos que han ocupado el espacio de Sálvame. Y, por supuesto, mucho autocuidado, mucha reflexión y muchas ganas de volver a hacer lo que mejor sabe hacer, “entretener”. Tras ver el primer programa de Cuentos chinos, el espectador concluye que esos 117 días de ausencia habrían estado mejor aprovechados si hubiesen ensayado y preparado mejor el estreno y el programa en sí.
Nadie duda de la capacidad y el talento de Jorge Javier Vázquez para entretener, pero Cuentos chinos está muy lejos de ser el revulsivo que la tele generalista estaba esperando. Quizá recupere la audiencia perdida de Mediaset, quién sabe, pero parece muy difícil que alcance ese objetivo que se ha marcado el grupo en esta temporada (con el lema “Contigo siempre”) de reunir a toda la familia ante el televisor. Mezclar en la misma escaleta reguetón y Anabel Alonso, y a Celia Villalobos con Susi Caramelo, suena a intento de conciliar los gustos del abuelo y del adolescente, pero el resultado no es un batido de sabor mainstream para todos los gustos, sino un bebedizo indigesto, de gusto cuestionable y, a ratos, incomprensible.
Concedamos que no se puede sentenciar un programa diario por su estreno, y que los primeros episodios suelen ser los peores, pues el producto tiene que encontrar su tono y su espacio, pero no veo cómo puede remontar este formato que dispara a todas las direcciones y no da en ninguna diana.
Feísmo y errores
Obviaré el feísmo del plató, esa especie de restaurante chino de barrio de hace treinta años, saturado de rojos. Obviaré también el concepto mismo de “lo chino”, que debe de hacer mucha gracia a la tercera generación de ciudadanos de origen asiático que vive en España: no tengo espacio para extenderme sobre los debates de la apropiación cultural. Dejemos finalmente de lado los errores, los momentos en que el presentador y el equipo andan perdidos y aquellos en los que no parece haber guion.
Fue Susi Caramelo quizá la única que estuvo en su lugar (quizá porque es la colaboradora con más recursos y cintura improvisatoria), aunque le han asignado un lugar bien poco lucido, haciendo esos reportajes de visitas a casas de famosos. Tuvo la suerte (o la desgracia) de abrir el espectáculo y dar paso a uno de los personajes más incomprensibles del mismo: Jin Jin, la gata leona de Usera. Un peluche con función de follonero que se dedica a hacer “preguntas incómodas” que tan solo eran zafias: supimos algo sobre las zurraspas de los calzoncillos de Jorge Javier. El personaje jugaba a ser Broncano, pero fuera de contexto.
Entró luego Anabel Alonso y escenificó una sección típica de El Intermedio, mil veces vista, con vídeos que ya salieron en Aruseros y con más chistes fecales. La caca ocupó un espacio considerable de la escaleta. “Corre, echando leches, que esto es un programa vivo”, le dijo el presentador a Alonso, aunque tal vez se lo decía a sí mismo y a todo el equipo, como quien aplica un desfibrilador a un cuerpo en parada respiratoria.
Chistacos
Por alusiones personales debo detenerme un instante en la sección La Guía Michinín (otro chistaco, no se guardaron ni uno, sólo faltó que alguien pronunciara las erres como eles), en la que cuatro mamarrachos que se rotulan influencers viajan a un pueblo de lo que ellos llaman la España vaciada y yo, la España vacía. La cosa consistía en que llegaban a Diego Álvaro, provincia de Ávila, y se dedican a importunar a los vecinos. La prueba de que la España vacía es un maravilloso reducto de pluralidad y tolerancia fue que los cuatro influencers no acabaron donde merecían, en el fondo del pilón.
Si reírse de unos paisanos en el año 2023 no parecía lo suficiente audaz y vanguardista (y progresista, habida cuenta de las veces que Jorge Javier presumió de rojez política), el programa se remató con Celia Villalobos abriendo literalmente un melón. Copiándose la sección en la que Pablo Motos se pasa de la raya, Villalobos cierra el circo cantando las verdades del barquero, es decir: soltando una simpleza sobre la polémica del día en las redes. Abordó el asunto del chat de estudiantes de La Rioja, pero debían de ir muy mal de tiempo y aquel melón se quedó más estampado que abierto.
Dijo Villalobos que su melón estaba verde, pero desde este lado de la pantalla parecía más bien pasado: Cuentos chinos es un déjà vu televisivo. No contiene una sola idea original. Parece un programa, efectivamente, de los tiempos en que las familias se reunían a ver la tele. Pero eran otras familias y otras teles. Yo no sé si se puede recuperar el entretenimiento familiar o derribar el poderío de El Hormiguero, pero si yo fuera Pablo Motos, no me sujetaría la corona ni mandaría apuntalar el trono, pues con estas ofensivas no corren peligro alguno.
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