Tamara: el triunfo de la civilización sobre la barbarie
Si el CIS hiciese una encuesta sin cocinar el resultado, la mayoría de los españoles se creerían más listos que Tamara Falcó
No pasen página aún, no refunfuñen por lo pesados que nos hemos puesto los escribidores de periódicos con lo de Tamara, que aún quedo yo. Esta columna no podía ver pasar semejante carro (en realidad, una carroza hecha en Porcelanosa y tapizada por Carolina Herrera) sin subirse a él.
Si el CIS hiciese una encuesta sin cocinar el resultado, la mayoría de los españoles se creerían más listos que Tamara Falcó. Incluso mucho más listos que Tamara. El tal Onieva se creía más listo que Tamara Falcó, y después de ver la docuserie de Netflix, es de admirar el exceso de confianza del muchacho, que creía poder burlar a la burladora mayor del reino. Creer que uno puede engañar a Tamara y salir indemne poniendo carita de bueno es muy poco inteligente.
La jugada de Tamara, pasando de víctima a victimario en dos gestos y domando con un chiste a las alimañas que hubieran despedazado a cualquier otro en su lugar, es digna de un genio de la estrategia. Tamara es la napoleona del corazón, pero no es eso lo que más me ha gustado del episodio, sino cómo se erigió ante Juan del Val en El hormiguero en la libertad guiando al pueblo de la civilización. “No somos animales”, le dijo al Príncipe de Beukelaer del poliamor. El mundo de lujo ridículo en el que vive Tamara puede leerse como la sublimación rococó del ideal civilizado: nos reprimimos constantemente. Reprimimos el hambre, reprimimos los insultos, reprimimos los gases y reprimimos, también, las ganas de besar a modelos hippies en el desierto de Estados Unidos. Cada día sacrificamos los instintos en los altares de la civilización. Quien vea en Tamara tan solo a una pija (como les pasó a los creadores de su serie) se perderá la grandeza del personaje y la elegancia con que desasna el mundo alrededor.
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