Los encierros y la voz de Villarejo
Nunca un rito tan visceral y violento se envolvió de tanta asepsia
La retransmisión de los encierros de San Fermín en TVE es un prodigio, un género televisivo español que merecería una nominación a los Emmy. Unos veinte planos en poco más de dos minutos (tres y pico, si la cosa se alarga) llenos de oficio, talento y pulso narrativo, con el acierto añadido del silencio de los comentaristas, que subraya los matices del ambiente, con micrófonos que captan hasta el polvo levantado por la manada. Qué sentido del drama, qué arte en la puesta en escena. Está tan bien hecho, que hasta se perdona la hipocresía santurrona con que las voces en off desean al principio (y celebran al final) que la carrera sea rápida y limpia.
Pocas veces la palabra y la imagen se disocian tanto. Nadie confiesa que echa de menos esos encierros lentos y sucios, cuando los toros estaban en mejor forma que los mozos y los guiris volvían a Australia en ambulancia. Se plantea el encierro como un acontecimiento deportivo. Los corredores —esos tiarrones fibrosos, bien dormidos y cortados por el mismo nutricionista— estiran y calientan como atletas en una prueba olímpica, y hasta los pastores, cuando los reporteros les enchufan la alcachofa, se expresan como entrenadores de fútbol antes de un Madrid-Barça. Nunca un rito tan visceral y violento se envolvió de tanta asepsia.
Un encierro sin editar por el arte de TVE se parecería a una grabación de Villarejo, que es el único sitio donde la vieja España aún se encuentra a sí misma, con la crudeza de un chiste de Torrente. Si Hemingway buscase hoy el cliché romántico y los efluvios exóticos de las navajas y los toreros, no los hallaría en la curva de Estafeta, sino en la voz lenta y sucia de ese comisario que ni los técnicos de sonido de los encierros de San Fermín podrían limpiar ni embellecer.
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