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Las puertas abiertas por la pandemia

Un mundo donde las expectativas de la digitalización se han convertido en realidades abre paso a una nueva ronda de posibilidades tecnológicas

Marian Salzman, vicepresidenta 'senior' de comunicación global de Philip Morris International (PMI), participa por vídeo en el foro Retina SQL. Foto: Santi Burgos
Thiago Ferrer Morini

Nada será como era antes de 2020. “Fue un año que ninguno de nosotros pudo predecir y cuyos efectos seguiremos sufriendo durante décadas”, apunta Marian Salzman, vicepresidenta global de comunicaciones de PMI. La pandemia ha acelerado muchos cambios en nuestra sociedad, pero probablemente el más relevante de todos ellos ha sido la consciencia de que, en determinados aspectos, hemos llegado al futuro que esperábamos. Ahora, como seres humanos que somos, necesitamos un nuevo futuro en el que poner nuestras esperanzas. Es para atisbar cuáles son los senderos por los que transitará nuestro mañana y así empezar a recorrer los que llevan a un futuro mejor, que EL PAÍS, a través de Retina, organizó un evento, SQL (Surviving the Quantum ­Leap, sobreviviendo al salto cuántico en inglés), con el impulso de Santander y Telefónica y el apoyo de Accenture, Cepsa, PMI y Servicenow.

Esa necesidad humana de tener un futuro en el que proyectar sus ilusiones es un fenómeno relativamente reciente. “Durante milenios nuestros antepasados no conocieron la noción del futuro”, apunta Diego Rubio, director de la Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de la Presidencia del Gobierno. “Fue el estudio del pasado lo que permitió descubrir la noción de futuro, que además podemos modelar con nuestra acción”.

Una acción que se sostiene en la tecnología, algo que es imposible sin el concepto de innovación. “Si no hubiéramos innovado desde la prehistoria no estaríamos aquí”, apunta Joaquín Abril-Martorell, Chief Digital Officer (director de tecnologías digitales) de Cepsa. “Sería inaudito que la secretaria general de Innovación dijese que la innovación no va a ser importante”, dice entre risas Teresa Riesgo, directora general de Innovación. “Si no innovamos, no haremos cambios productivos, y la España de 2050 sería como la de 2021, una desgracia”. “La pandemia ha tensionado el sistema, y nos fuerza a darnos cuenta de que innovar es importante”, apunta Elena Gil, directora global de Producto y Operaciones de Negocio en Telefónica IoT & Big Data.

Hay varias ramas del desarrollo tecnológico en los que la innovación ha sido especialmente fructífera en los últimos años. Uno de ellos está en el llamado internet de las cosas. “Está ya muy presente en nuestras vidas y de los que no somos conscientes. En las pulseras, en las aspiradoras robotizadas, los coches, los contenedores de basura, estamos rodeados de objetos conectados”, explica Gil. Y, al contrario que otros sectores, que buscan tecnologías y objetos cada vez más vistosos, el objetivo a largo plazo del internet de las cosas es pasar cada vez más inadvertido.

Conectividad en la cabeza

Y nada más inadvertido que la conectividad viva dentro de nuestras propias cabezas. “Si pasamos del ordenador de sobremesa al portátil y del portátil al móvil, una idea muy asumida es que el próximo salto tecnológico será del bolsillo a la cabeza, dispositivos que nos conectarán directamente de la mente a la Red”, opina Rafael Yuste, neurobiólogo y catedrático en la Universidad de Columbia (Nueva York, EE UU). Para dar ese paso hay que comprender el cerebro humano, un esfuerzo que ha desencadenado gigantescos programas de investigación en todo el planeta, incluido uno en EE UU en el que participa el propio Yuste. “Llevamos 100 años estudiando el cerebro y aún no tenemos una teoría general de cómo funciona”, apunta. “Los humanos somos criaturas mentales por excelencia, si registramos la actividad mental y la identificamos, nos da la posibilidad de cambiarla”.

Eso despierta una batería entera de dudas. “Hay muchas soluciones muy vistosas, pero hay que combinarlas con lo que ya existe”, recuerda Ventura Miquel Gómez, responsable de Tecnología y Operaciones y CTO (director de tecnología) de PagoNxt, una empresa del Grupo Santander. Pero, sobre todo, la mayor problemática es ética. “No es lo mismo que te hackeen la aspiradora que el cerebro”, apunta Gil. “Quien inventa el fuego puede usarlo para quemar a sus poblaciones”, reconoce Yuste. “Si esto no es un tema de derechos humanos, no sé qué puede serlo. Si lo piensas así, la pelota está en el tejado de las Naciones Unidas”.

Y eso es serio, máxime cuando las tecnologías que ya tenemos en marcha despiertan bastantes dudas. Virginia Eubanks, profesora asociada de Ciencia Política en la Universidad de Albany, ha escrito un libro, La automatización de la desigualdad (Capitán Swing, 2021), en el que explica varios casos en Estados Unidos en los que la burocracia gubernamental ha sido sustituida por sistemas informáticos que son alimentados con una visión de una sociedad desigual y, en consecuencia, tienden a preservarla. Australia, Países Bajos y el Reino Unido también han vivido situaciones similares. “Nos merecemos algo mejor”, apunta. “Hay que pensar más allá de los límites establecidos arbitrariamente y empujar contra la fiebre de la austeridad”.

Una herramienta, nada más

Pero siempre hay que recordar que la tecnología es una herramienta que responde al uso que le damos. “El algoritmo ni es bueno, ni es malo ni es neutral”, apunta Lorena Jaume-Palasí, investigadora en ética y tecnología y fundadora de la Ethical Tech Society. “Es una formulación matemática de los perjuicios y las perspectivas de la sociedad: un reflejo de nuestro pensamiento”. “La eficiencia y el ahorro son importantes, pero también lo es la igualdad, la justicia y el derecho”, considera Eubanks. “Es nuestra responsabilidad moral diseñar los sistemas informáticos en ese sentido”. Para Jaume-Palasí, son los poderes públicos los que han de poner de su parte. “Cuando introducimos el automóvil, la sociedad no tenía reglas de tráfico ni formas de convivir con automóviles”. “Las instituciones son personas y cuesta superar los sesgos cognitivos y la necesidad de recompensas inmediatas”, defiende Rubio.

Ni siquiera los esfuerzos de los seres humanos hacia la innovación consiguen moldear el futuro exactamente como lo queremos. “Algunas de las profecías no se han cumplido”, recuerda Juan Luis Arsuaga, catedrático de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid. “Quién nos iba a decir que el medio de locomoción del futuro era el patinete en vez del coche volador”. Rubio reconoce que es casi imposible pronosticar con precisión el futuro: “¿Eso significa que debemos ir con los ojos cerrados? No, porque podemos establecer tendencias que perimetran escenarios plausibles”. Además, continúa Arsuaga, “hay algo que sabemos seguro: el ser humano no va a cambiar. Sus pulsiones, sus pasiones, el odio, el amor, la envidia: las obras de Shakespeare y Cervantes van a seguir vigentes”. “Haríamos mal en olvidar las lecciones aprendidas, entre ellas la oportunidad de reevaluar lo que queremos de la vida y si antes de la pandemia estábamos en el buen camino como individuos y como sociedad. Y esto se aplica a los individuos y a las personas”, considera Salzman.

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Los seres humanos del futuro se vislumbran hoy

Los seres humanos hacemos el mundo en el que vivimos, pero este también nos hace a nosotros. Los cambios tecnológicos que ha acelerado la pandemia se han notado en muchos aspectos de nuestras vidas, incluso aquellos que difícilmente podrían ser vistos desde una perspectiva meramente técnica o tecnológica. Es por eso que Retina SQL ha incorporado a su programa una serie de conversaciones sobre temas que difícilmente tendrían lugar en un foro tecnológico tradicional. Y es precisamente por su excentricidad que han recibido el título de “diálogos improbables”.
Las ciudades son el peor sitio para pasar una pandemia y esto ha tenido reflejo en la ficción desde hace siglos, desde el Decamerón de Bocaccio a cualquier película de zombis. Además, en las urbes se concentran actividades que contribuyen, más que ninguna otra, al cambio climático. Sin embargo, la urbanización del planeta continúa imparable, como recuerda Víctor Lapuente, catedrático de Ciencia Política por la Universidad de Gotemburgo (Suecia) y la tendencia es a una concentración aún mayor. “Las pequeñas ciudades fabriles que fomentó la Revolución Industrial han desaparecido”, apunta. “El crecimiento se concreta en metrópolis cada vez más ricas. Y esa brecha con el resto del país, está detrás de la mayoría de populismos y rupturismos”. Lapuente, citando a Paul Collier, propone una solución, aunque es consciente de su impopularidad y de que los municipios se dirigen hacia la dirección contraria. “Cuando la tierra era la mayor fuente de riqueza, se propuso gravarla fiscalmente”, recuerda. “Ahora la mayor fuente de riqueza es la densidad de población”. 
“Uno de los retos por delante es recuperar el modelo de ciudad compacta y densa, que se ha ido perdiendo ante un modelo de suburbanización que pone al automóvil privado en el centro”, afirma Raquel Sánchez, ministra de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana. Esa insistencia en el ámbito privado es problemática, como explica el arquitecto Alejandro Aravena, premio Pritzker en 2016: “Lo más relevante para la convivencia es la confianza entre las personas”, apunta. Hay que crear ámbitos simbólicos que permitan establecer vínculos que hagan que las personas sean parte de la solución, no del problema”. 
Convivir es un concepto que implica que los seres humanos son diferentes entre sí. Y en estos tiempos en los que la diversidad y la identidad, quiénes somos y cómo nos relacionamos entre nosotros, ha tomado una posición central en el mapa político, parece que todos estos conceptos son novedosos, pero como explica la escritora y filósofa Elisabeth Duval, “este debate ya se ha dado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX”. Para Joan Tardá, miembro del Consejo Nacional de Esquerra Republicana de Catalunya, las identidades personales “se heredan pero a la vez se construyen. El reconocimiento y la legitimación se acaba convirtiendo en un cierto motor de la historia”. Citando a Judith Butler, Duval apunta que “no somos tanto nosotros los que nos construimos sino que nos construye la mirada del otro” y señala que la cultura confrontacional en la que vivimos, alimentada especialmente por las redes sociales, hacen “normal” el que haya un repliegue hacia las identidades. 
Se habla muchas veces de que el arte y la cultura son imprescindibles para el ser humano, pero como explica la artista Alexandra Daisy Ginsberg, hay que ser prudentes. “Ante la idea de que crear mejora el mundo, basta mirar los vertederos para darse cuenta de que no es necesariamente así”. “Muchas veces la cultura es un cajón de sastre en el que metemos muchas cosas”, considera el cantaor Niño de Elche. La guionista, exministra de Cultura y presidenta del patronato del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Ángeles González-Sinde, apunta que por mucho que se estén consumiendo más películas y series que nunca “hay que distinguir entre cultura y entretenimiento. La cultura tiene necesariamente que surgir de la intimidad del artista, independencia, libertad, a un lugar distinto que necesita un amparo, y hay que sostener y estimular esa creación”. “El 90% de la gente que escucha Spotify solo escucha la música que ya escuchaba antes”, aventura el Niño de Elche.”El dilema para la cultura es que lo más importante es lo que no va a dar retornos instantáneos”, considera González-Sinde. “Es más fácil ir a museos como el Prado y el Thyssen que al Reina Sofía, o escuchar música popular que una artista noruega que no conoce nadie”. 

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Sobre la firma

Thiago Ferrer Morini
(São Paulo, 1981) Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid. En EL PAÍS desde 2012.

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