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De médica a paciente en tiempos de coronavirus

En ‘Historias de la pandemia’, este lunes EL PAÍS ha seleccionado entre las cartas de los lectores el relato de una sanitaria que lucha ella misma para sobrevivir y recuperarse de la covid-19

DENÍS GALOCHA
DENÍS GALOCHA

Soy madre, pareja y médica, tengo 35 años. Estas líneas pretenden transmitir mi experiencia mientras afronté la enfermedad llamada covid-19 ocasionada por el SARS-COV-2, y la lucha por sobrevivir. Admito que me ha costado mucho escribir. Desde que comencé la carrera de Medicina, me enseñaron a escribir información basada en la evidencia, con sustento científico. Me resulta extremadamente difícil poner en palabras las emociones, lo subjetivo.

El comienzo

El 14 de marzo me indicaron, desde riesgos laborales, que debía permanecer en aislamiento por haber estado con un contacto positivo. Al quinto día del contacto, comencé con tos seca. Luego empecé con sensación distérmica, y corroboré que tenía 37,6 ºC. Ese día, mi esposo estaba de guardia. Acosté a mi hija Clara, de dos años y ocho meses, pero a las 4.30 de la madrugada me despertó llorando, pidiendo leche. Estaba preparándole el biberón, cuando sentí el frío en mi rostro y un dolor en todo mi cuerpo. Abrí los ojos y me encontré en el suelo de la cocina. Escuchando su llanto, me reincorporé y, nuevamente, al abrir los ojos estaba en el suelo del pasillo. Conseguí llegar hasta la habitación y busqué en el teléfono móvil la última llamada. Me respondió una amiga, que llamó a una ambulancia. Más tarde pude constatar que la llamada la realicé a las 5:00 am, por lo que estuve media hora inconsciente.

Urgencias. Box 60

En el hospital me atendieron inmediatamente y decidieron que permaneciera en observación, en una habitación cerrada y aislada hasta el resultado de la prueba de covid-19. Eso implicaba no poder ver a mi familia.

Al administrarme una dosis de antibiótico endovenoso por mis antecedentes personales, presenté una anafilaxia, identifiqué los síntomas y pulsé el botón para llamar a Enfermería, tardaban en llegar porque tenían que colocarse los trajes de protección. Cerré la medicación y me inundó una sensación de riesgo de muerte inminente. En cuanto me administraron el tratamiento sentí la mejoría y cómo se difuminaba esa sensación hasta desaparecer completamente, persistiendo sólo el miedo. Una vez recuperada, ví múltiples llamadas perdidas de mi esposo, le llamé y me dijo: “¿Qué pasó? ¡Sentí que te ibas a morir!”. Como estaba aislada, y las urgencias saturadas de trabajo, los médicos no daban abasto para poder realizar las llamadas e informar a familiares.

Luego comencé súbitamente con la pérdida del olfato (término médico de anosmia) y del gusto (ageusia). Estaba comiendo un guiso de lentejas, pero no sentía ningún sabor, así que las empecé a mezclar con el postre, una pera. De no ser por la diferencia de textura y temperatura de los alimentos, no los podía distinguir.

Mi situación

Al tercer día de estar en el box aislada, le pregunté a la médica que me visitaba cuál era el plan, ella me respondió: “¿Eres consciente de tu situación?”. Moví la cabeza hacia arriba y abajo, porque el nudo en la garganta me impedía hablar. Como era de esperar di positivo a SARS-COV-2, así que permanecí ingresada en el hospital, en la planta.

Al ingresar, la médica a mi cargo, me explicó que me darían el tratamiento indicado en ese momento, según mi situación clínica, pero que no sabía cómo iba a evolucionar. Entonces leí una frase de Ibn Sina (980-1037): “La imaginación es la mitad de la enfermedad; la tranquilidad es la mitad del remedio; y la paciencia es el comienzo de la cura”. Me sentí mucho mejor. Comencé el aprendizaje personal de tranquilidad y paciencia.

Súbitamente

Mientras estaba en Urgencias, una enfermera que trabajaba en la planta de covid-19 me confesó su principal temor: un paciente de 33 años que estaba bien con sus gafas nasales, autónomo, de repente se puso mal y necesitó ir a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Eso ocurrió una o dos veces cada día mientras estuve en los boxes de Urgencias y en la planta. De repente escuchaba un grito: “¡Satura a 60%!”. luego venían pasos apresurados por los pasillos, los ruidos de la camilla a toda prisa. Cuando lo escuchaba, yo misma comenzaba a respirar más superficialmente, como si no quisiera quitarle oxígeno a esa otra persona que le faltaba, volvía el miedo, la incertidumbre, me preguntaba si yo sería la siguiente.

Hospitalización 5ª planta. 525-A

Después de tres días en aislamiento en boxes de Urgencias, de madrugada, me subieron a una habitación con una compañera de 28 años y una ventana con vistas espectaculares de Barcelona, el mar, el parque natural.

La habitación era blanca, nuestros camisones del hospital eran blancos y estábamos las dos, de 28 y 35 años acostadas, con cánulas de oxígeno, inmóviles, en silencio. El único sonido que lo interrumpía era el burbujeo del oxígeno. Teníamos televisión, wifi, móviles… pero solo dormíamos y respirábamos, era lo único que hacíamos en todo el día. Ese esfuerzo nos consumía toda la energía que disponíamos. Parecía que estuviéramos hibernando. Un cansancio difícil de describir. Una sensación de pérdida de control. Piensas muy bien qué palabras utilizar para consumir la menor cantidad de energía posible.

Sabíamos que nuestras familias y amigos estaban pendientes de que respondiésemos sus mensajes y llamadas al móvil, pero no podíamos, no teníamos fuerzas.

Los ojos son el espejo del alma

Cuando alguien entraba en la habitación, usaban los equipos de protección individual, que dependiendo del día, variaban según disponibilidad. Nosotras teníamos que colocarnos las mascarillas para disminuir el riesgo de contagio. Solo se veían los ojos, solo se veía el reflejo del alma... el miedo. Miedo porque no nos correspondía estar ahí, en ese momento (19 de marzo) se suponía que el virus infectaba a personas mayores con comorbilidades, nosotras no cumplíamos ninguno de esos criterios de inclusión. Pero al virus parecía no importarle. Como nos decía un profesor en la Universidad, “las enfermedades no estudian los libros de medicina”. Y de esta enfermedad había muy poco escrito, así que podía tomarse todas las libertades que se le antojaban al respecto e improvisar sobre la marcha.

En las habitaciones la puerta tenía que permanecer siempre cerrada y no podíamos acercarnos a la misma porque era zona limpia, solo la podían tocar con los guantes internos tras quitarse los sucios antes de salir. Al entrar alguien, debíamos mantener la distancia de seguridad y para eso lo mejor era estar en la cama.

Por supuesto, no estaban permitidas las visitas, una o varias veces al día se acercaban a la puerta mis compañeros para saludar desde allí, darnos palabras de aliento, conversación y lo que necesitáramos. Algunos días tenía fuerzas para hablar con ellos, otros solo para levantar la mano y saludarlos.

Montaña Rusa

La fluctuación de los síntomas influyó en mi estado de ánimo. Un día me levantaba sintiéndome mejor, me duchaba, leía mensajes de Whatsapp de hacía varios días, grababa un video y al cabo de unas horas me entraba un cansancio que ya no me permitía moverme si no era imprescindible. Cansancio que en términos médicos llamamos astenia y se acompañaba de sensación de falta de aire, era una pérdida de fuerzas que no había sentido nunca, y duraba uno, dos hasta tres días. Sentía que retrocedía, no avanzaba y volvía el miedo, la sensación de pérdida de control, el silencio.

Top-model

Una de las auxiliares nos llamó las “top models” de la planta a mi compañera y a mí. Nos hacía mucha gracia. Mi compañera era Claudia Schiffer, y yo Elle Macpherson. Un vez un técnico de rayos entró con muy buena onda a la habitación diciendo: “¡Hola guapas, vengo a haceros unas fotos!”.

Mi compañera Claudia Schiffer

Mi compañera me contó su historia, ella estaba por emprender un proyecto con el que siempre había soñado. Solicitó un préstamo en el banco, presentó su renuncia en el trabajo y la noche que subí a la habitación se suponía que tenía que estar celebrando su fiesta de despedida.

Su jefa, al enterarse de la situación, previo comunicación y con su consentimiento, rompió su renuncia y le dijo que podía conservar su puesto de trabajo el tiempo que necesitara, que a su regreso y cuando la situación lo permitiera harían una fiesta para celebrar la vida.

Yo no paraba de verlo todo muy positivo, y me atreví, a modo de consejo de madre, a sugerirle que no era un buen momento para cambiar de trabajo. Ella me respondió con una tranquilidad sorprendente que gracias a esto que le acababa de pasar, lo tenía más claro que nunca: una vez recuperada y con todas sus energías comenzaría su nuevo proyecto, asegurándose de que su puesto anterior quedase bien cubierto.

Tras 12 días ella ingresada, de los cuales compartimos los últimos cinco, marchó a su casa ya recuperada, con su gata, a quien tanto extrañaba. Nos despedimos con un abrazo bien fuerte, que duró lo suficiente para recargarnos hasta la llegada del próximo. Un abrazo que sería sin miedos a contagiar, sin culpas… libre. Ella fue la primera paciente de alta… no necesitó aplausos. Tomó la pulsera identificativa del hospital y me dijo: “Me la llevo de recuerdo de esta batalla ganada contra el coronavirus”.

Dolores

A las horas de marcharse Claudia, tras una intensa limpieza y desinfección, llegó Dolores, mi nueva compañera de habitación, de 76 años, con la enfermedad bastante avanzada, con altas necesidades de oxígeno, muy cansada. El silencio se rompió por una llamada, se escuchaba el llanto del otro lado. “No llores, no llores...”, respondía Dolores con mucha dificultad para hablar por la falta de aire. Luego de finalizar la llamada, me contó entre lágrimas: “Era mi hija, ella estuvo el año pasado 23 días en la UCI”. Me bajé de mi cama, la miré a los ojos, le tomé la mano bien fuerte y le dije: “Concéntrate en respirar Dolores, piensa en todas las cosas que quieres hacer cuando te recuperes, descansa, que todo va a estar bien”. Al cabo de unas horas comenzó a empeorar y la subieron a la UCI, me levantó la mano para despedirse cuando se marchaba, sé el esfuerzo que significó ese gesto para ella.

No existe fuerza tan redentora como el poder del contacto humano. Esta pandemia hasta eso se nos ha llevado, dejándonos aún más vulnerables.

Alta hospitalaria

Estuve concentrada en no precisar oxígeno para poder marchar a casa, así que cuando la médica vino a pasar visita fue una gran alegría la noticia. Tomé las fuerzas que tenía para ducharme, cambiarme y salir de pie de la habitación, hasta el ascensor, rogando que no se me cruzara nadie para no contagiar. Fue una sensación gloriosa, que viví también en soledad. Aquellos pasillos conocidos en los que acostumbraba a caminar de prisa los recorría ahora más despacio, desde otra perspectiva, la de paciente.

Vuelta a casa

Publicado en Facebook el 26 de mazo: Soy médica y después de nueve días ingresada en el hospital por infección por SARS-CoV-2 vuelvo a casa para continuar recuperándome en aislamiento en una habitación, para no poner en riesgo a mi familia durante dos semanas más.

Escribo esto para pedir muchísima precaución a todo el personal sanitario, sin el equipo de protección individual (EPI) no deben visitarse pacientes con sospecha de infección. Considero que la única manera de prevenirlo es pensar que hasta que se demuestre lo contrario, todos tienen la infección.

Así como en los cursos de reanimación cardiopulmonar lo primero que nos enseñan desde estudiantes de medicina es que ante todo está la seguridad, porque de lo contrario, en vez de una, tendremos dos víctimas, en el caso de la pandemia actual, en vez de dos tendremos a los mejor como mínimo 20 víctimas. Porque si nos contagiamos nosotros, podemos continuar contagiando estando asintomáticos a nuestros compañeros, pacientes y por supuesto a nuestra familia. Así que ante todo la seguridad… si no luego nos convertimos en un paciente más.

A mis amigos de todo el mundo que aún pueden cambiar la situación, les pido que se cuiden, para poder continuar trabajando en estos momentos en los que más nos necesitan.

¡Ayudemos a salvarnos! ¡Ayudemos a cuidar a nuestros profesionales sanitarios! ¡Protégete… protégenos… y entre todos saldremos adelante!

Aislamiento domiciliario

32 días de aislamiento, los primeros nueve en el hospital, y los siguientes en una habitación con baño en suite. Tengo una ventana desde donde puedo ver el mar. Hace dos meses que nos mudamos a esta ciudad, nunca vivimos tan cerca y a la vez tan lejos del mar… suena incongruente, pero no encuentro otra manera de describirlo.

Mi esposo me traía la comida cuatro veces al día y la dejaba en la puerta, luego se alejaba. Yo me colocaba la mascarilla quirúrgica y abría la puerta, metía la comida y la volvía a cerrar. Cuando tenía suficiente fuerza desinfectaba con lejía todo antes de abrir la puerta, pero para ser sincera lo pude hacer solo algunas ocasiones.

Escuchar la vida fuera de la habitación, sin poder estar con ellos es extraño. Cuando lloraba Clara, me latía rápido el corazón e iba hasta la puerta para ver si se consolaba… como madre es un instinto muy difícil de contener, no poder consolar a tu hija. Por supuesto que su padre estaba con ella, y el llanto cedía, pero la angustia dentro de mi, no. Se quedaba ahí.

Dibujos de Clara

A Clara le decíamos que sus dibujos me curaban, así que todos los días me pintaba algo, incluso cuando estaba en el hospital, hacía fotos y me las mandaba. Al llegar a la habitación en casa, estaban esos dibujos esperándome, y había días que me dejaba algún otro junto a la comida.

Dibujos de Clara.
Dibujos de Clara.

Sabor

Después de 26 días, una mañana en el desayuno volví a sentir el sabor en el zumo de naranja natural recién exprimido. ¡Qué alegría me inundó! Cosas a las que no les damos importancia en el día a día, y que en este caso iluminan el camino hacia la recuperación. El sentido del gusto, hasta que lo perdí no fui consciente de su importancia.

Identidad

Día 29: persisten días en los que evoluciono y otros en los que empeoro, que se acompañan de fluctuaciones en mi estado de ánimo. La recuperación fue muy progresiva, con avances y retrocesos. Un día mejor y luego dos o tres peor, con el cansancio que volvía a inundarlo todo, la falta de aire, el silencio.

Hasta que aprendí a dejarme llevar, y el miedo se fue disipando. Nelson Mandela decía que no es valiente aquel que no tiene miedo sino el que sabe conquistarlo”. Y aprendí a conquistarlo. Fui aprendiendo a gestionar esa escasa energía que tenía, a repartirla “a lo largo del día”, para poder hacer videollamadas con mi hija y mi pareja, con mi familia y luego con mis amigos…

Esta enfermedad, como tantas otras se lleva hasta tu identidad. Es notable cuando el cuerpo comienza a recuperarse, cómo recuperamos también la identidad. La diferencia esta vez, en esta pandemia, es que la enfermedad no sólo se lleva la identidad de los pacientes, sino también la de los médicos, enfermeras, auxiliares. La soledad, el aislamiento, el miedo, las medidas de protección, los obliga a actuar de manera contra natural… inhumana, en contra del instinto y de la propia voluntad. No hay tiempo, hay vidas en juego, cada minuto cuenta. La enfermedad nos impide hacer lo que sabíamos como profesionales, todo lo que habíamos aprendido hasta ahora, no lo podemos hacer. En la mirada se ve lo que les duele no poder hacerlo.

Fin del aislamiento

Tras 32 días, me envió un mensaje mi jefa: la PCR realizada seis horas antes en el hospital resultó negativa. Podía salir de la habitación. Me duché, me puse ropa limpia, y salí de la habitación para abrazar a Clara, y explicarle que “el bichito se había ido, que la mamá estaba curada”. Ella se acercó y me abrazó bien fuerte. ¡Qué ganas tenía! ¡Cuánto necesitaba ese abrazo bien fuerte que duró horas!

Suficiente

Al salir de la habitación, comprendí que ese control que tenía sobre la rutina me había dado la falsa sensación de estar mejor de lo que en realidad me encontraba. Comprendí que a pesar de economizar al máximo la energía no era suficiente para poder cuidar de mí, ni de mi familia. Podía estar a lo sumo un par de horas al día sentada, y hablar muy poco, con pausas, seleccionando las palabras. Comer era un gran esfuerzo, repartiendo en pequeñas raciones cada dos horas, para no cansarme. Un día Clara me dijo: “Descansa mamá, yo te espero”. Unas lágrimas recorrieron mis mejillas.

170 metros

Desde pequeña tuve un sueño, vivir cerca del mar. Un sueño que se hizo realidad el primero de marzo de 2020. El piso está a 170 metros del mar. Desde la ventana del hospital y luego de mi habitación, cada día, todas las veces que podía lo miraba y por la noche, con el silencio de la ciudad, abría la ventana y lo escuchaba. Estaba ahí, tan cerca y tan lejos a la vez. El día 62, fue el primer día que salí de mi casa sin que el destino fuera el hospital. Tenía muy claro cuál era mi objetivo, los primeros pasos que haría serían acompañada por mi familia hasta el mar. Disfruté y agradecí cada paso que realicé. Entonces me di cuenta de que acaba de cumplirse otro sueño. Inhalé aire bien profundo, lo más que pude, cerré los ojos y di las gracias. ¡Me sentí viva!

María Victoria delante del mar, tras su aislamiento, con su hija Clara.
María Victoria delante del mar, tras su aislamiento, con su hija Clara.

“El que no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra” (Claude Bernard)

Aún no se sabe quién es especialmente vulnerable a la infección por SARS-COV-2, por qué algunos tienen una afectación severa que evoluciona súbitamente y por qué es tan difícil en algunos casos, como el mío, la recuperación.

Cuando los médicos me preguntaban si lo que sentía era astenia o disnea, no sabía que responder. Conozco perfectamente la definición de ambos términos médicos, a los cuáles estoy acostumbrada. Astenia: estado de cansancio, debilidad y agotamiento general, físico y psíquico, que se caracteriza por la falta de energía necesaria para la realización de las actividades diarias habituales. Disnea: dificultad respiratoria o falta de aire.

En las múltiples exploraciones que me realizaron los resultados fueron normales, lo que no se correlacionaban con mi estado de salud, con cómo me sentía. Había momentos en los que pensaba que estaba perdiendo la razón, que me estaba inventado los síntomas. Hasta que se pudieron realizar las pruebas respiratorias funcionales. Entonces se observó que tenía debilidad de la musculatura respiratoria.

Ahora lo puedo describir, lo que siento es astenia, secundaria a la disnea. Así que ambos síntomas van asociados, debido a la falta de aire, siento cansancio. Y no me los estoy inventando, son reales.

Lo que no sabía era que la recuperación sería tan lenta (llevo 68 días), y que habría días en los que volvería hacía atrás.

De médico a paciente

Estar ocupando una cama del hospital, con bata de paciente, me molestaba, me disgustaba, pensaba: “¡Pero si soy médica, debería estar del otro lado!”.

Cada vez que volvía al hospital, en silla de ruedas, porque no podía caminar ni unos metros de distancia por la falta de aire, pensaba por qué no estaba yo ayudando a otros. Me inundaban sentimientos de vulnerabilidad. No recuerdo haberme sentido tan vulnerable y con tanta incertidumbre.

Cuando eres médico, está tu profesión y tus pacientes por encima de tu familia, e incluso de ti mismo. Es un precio muy alto que pagamos. Si estás de guardia y tu familia te necesita, hasta que no vengan a cubrirte no te puedes marchar. Si acabas de vivir una situación límite porque has perdido a un paciente, no hay tiempo para parar, hay que seguir, porque hay otros esperando, y no tienen idea de lo que acabas de vivir.

Los médicos también somos madres, hijas, esposas, tenemos hambre, necesitamos comer, sentimos cansancio, necesitamos dormir, tenemos sentimientos. Nos enfermamos. También somos pacientes. Y también necesitamos que nos cuiden. No sabemos dejarnos cuidar.

Lo que aprendí de esta experiencia

Dice la novelista italiana Susanna Tamaro: “Y luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve”.

Aprendí a parar, estar quieta y respirar. A concentrarme sólo en respirar para sobrevivir.

Aprendí que es suficiente estar, sin hacer. Que a veces hay que soltar las riendas y dejarse llevar. Aprendí que sentirse vulnerable, te permite dejarte cuidar.

Aprendí a cumplir sueños, que en algún instante temí no poder realizar.

Gracias a mi familia y amigos, gracias a mis compañeros, a todo el equipo de médicos, enfermeras, auxiliares, personal sanitario y no sanitario del hospital Germans Trias i Pujol que me cuidaron y me siguen cuidando. ¡Gracias!

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