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Los 301.886 pasos del mes de abril

El relato del hombre de 71 años que recorre kilómetros en el pasillo de su casa durante el confinamiento es una de las cinco cartas de lectores seleccionadas hoy por EL PAÍS

DENÍS GALOCHA
DENÍS GALOCHA
Alberto Sandoval Campillo
Barañáin (Navarra) -

En este mundo de coronavirus no sólo hay malas noticias, también hay héroes alejados de los focos que sirven de ejemplo y de modelo para los demás, héroes sin capa ni espada, ni villanos a los que derrotar, héroes de carne y hueso... y vida, mucha vida.

Uno de estos héroes es Alejo Sandoval, leonés de nacimiento y pamplonica de toda la vida desde que llegó hace 48 años. Tiene ahora 71 años, y aunque su cuerpo nota los años sus pasos inspiran esta historia.

Lleva confinado en casa desde el 13 de marzo, y no ha salido ni para comprar, ni para tirar la basura. Como no tiene perro y sus niños pintan canas tampoco ha salido a dar ni un paseo, ni a tomar el aire. El único aire fresco que recibe viene acompañado de los aplausos a los sanitarios que dedica desde la ventana cada día a las 20.00.

Aunque en cada una de sus rodillas lleva unas prótesis que le han permitido superar las ocho operaciones que suman ambas articulaciones también tiene una voluntad de hierro que le ayuda a sobrellevar tantos días de clausura.

Hasta aquí no hay mucha diferencia con cada uno de los héroes que permanecemos en casa estos días. Pero lo que le hace diferente son sus pasos, los más de 10.000 pasos que recorre cada día por el pasillo (10.062 pasos por día para ser exactos, haciendo un total de 301.886 pasos durante el mes de abril). Un pasillo en forma de C que mide 12 metros de largo y 0,90 metros de ancho, y que atraviesa el apartamento sin terraza ni jardín donde vive en Barañáin desde hace 39 años. A lo largo del mes de abril y en ese pasillo ha recorrido 189 kilómetros, con ganas y sin ellas, únicamente con su voluntad y disciplina que requiere más de 3 horas repartidas a lo largo de cada día. La mayoría de los días las piernas no le acompañan, pero él sigue caminando, propulsado por la única motivación de que el coronavirus no frene sus ganas de vivir.

Desde estas líneas, quiero premiar su voluntad y disciplina, ya que no imagina que su proeza vaya a superar los límites que el pasillo y el confinamiento le imponen, y mucho menos se imagina que la historia que escribe cada día con cada paso sea pública y ejemplo de ciudadanía estos días.

Ánimo y adelante, Alejo. Tus pasos son para todos más que un paseíllo. Todo un desafío a la adversidad y una inspiración para todos los que ansiamos salir a la calle y de esta situación.

Bravo Alejo!!


La desesperación de un maestro de pueblo

Carlos Cartolano González / Badajoz

Soy un maestro destinado en un pequeño pueblo a unos kilómetros de mi lugar de residencia, donde se juntan tres localidades que forman lo que en el plano educativo se denomina Colegio Rural Agrupado.

Allí en enero y febrero hubo una pandemia catalogada de gripe de la cual, a día de hoy, muchos dudamos que fuera tal, por la virulencia con la que se desató. Yo estuve más de un mes sufriéndola, con dolores de garganta y de cabeza, a pesar de tomar medicación.

Un mes más tarde se desató la tormenta, y no fuimos pocos compañeros los que comentamos la inacción del Gobierno de nuestra comunidad, no cerrando centros educativos y quedando "a la espera", como siempre, de qué podrían hacer otras comunidades, como si no vieran lo evidente.

El resultado era previsible. A día de hoy no entendemos por qué no se tomaron decisiones trascendentales antes. Decisiones que nosotros previmos un par de semanas antes del confinamiento.

Pero no trata de esto mi historia, sino de la dejadez y abandono al que hemos estado sometidos desde entonces. La Junta diciendo que hiciéramos lo que pudiéramos con las herramientas que estaban a nuestro alcance, las cuales se saturaban con facilidad.

En mi caso doy clases a cuatro grupos de tres años, con 12 alumnos, y soy tutor de 5º y 6º. El caos fue total. Un caos al que tuvimos que echar muchísimo tiempo y recursos personales para que los niños no sufrieran ese abandono en el que nosotros estábamos inmersos.

Todos y cada uno de los compañeros decidimos dar nuestros números personales de móvil para estar en contacto con las familias, y buscar por las redes todo tipo de ayuda posible.

Empezando por las editoriales, algunas de las cuales guardan sus contenidos como si fuera el oro del Banco de España, negándonos los recursos para intentar normalizar la situación. Otras pusieron a nuestro alcance números de serie para que los alumnos pudieran ver el libro de manera interactiva, pero fueron las menos.

Así que, tirando de tiempo e ingenio, no nos quedó otra que ir aprendiendo a realizar actividades interactivas, vídeos para explicaciones, audios... sobre todo para la parcela de la que me encargo: inglés.

Mientras, la inspección educativa nos mandaba reuniones telemáticas, papeleo para rellenar justificando nuestro trabajo, a la vez que alababa públicamente la encomiable actuación docente. Y no es para menos.

Aparte de habernos portado como verdaderas estaciones de servicio 24 horas, recibiendo tareas a horas intempestivas y consultas a deshoras porque los padres trabajan, y muchos con toda la razón del mundo se quejaban de la cantidad de tareas por parte de algunos docentes (que he podido comprobar y que es para echarse las manos a la cabeza), no he tenido desde entonces ni un día, ni un fin de semana libre para mí: siempre buscando recursos, haciendo vídeos explicativos, y sufriendo una crisis de ansiedad ante una situación que pocos que no estén en esta profesión podrán entender. Se intentaba que los niños no perdieran, pues al final son los más perjudicados por las malas decisiones tomadas.

Solo espero volver a la normalidad cuanto antes, por mi salud mental y física, y por el bien de mis alumnos.

Y espero que la Administración Educativa confíe en nosotros y no nos meta más presión desde arriba, porque lo que estamos haciendo es sobrevivir a una situación consecuencia directa de decisiones que tomaron.

Echo de menos mi aula, mis alumnos, mis herramientas de trabajo diarias de clase y mis explicaciones presenciales. Doy las gracias infinitas a los padres y madres que se han desvivido por sus hijos en esta situación y que no dejan de agradecernos la labor realizada. Solo espero que se vuelva a normalidad cuanto antes, aunque me temo que después de esto, nada será igual.


Belén, en el trabajo.
Belén, en el trabajo.

Una enfermera en primera línea

Belén Velasco Maqueda / Torrejón de Ardoz (Madrid)

Hoy he llegado a 48 horas seguidas sin salir de casa desde que comenzó todo esto.

No es que me esté saltando la cuarentena, es lo que tiene ser enfermera y estar de baja.

Ayer me despertó una llamada que confirmaba lo que en cierta manera ya sabía: había dado positivo en covid-19. Quién sabe, quizá sea una de esas profesionales que tenga que volver a la guerra en una semana, como están diciendo ya en algunos medios.

Y sí, digo a la guerra , porque es a donde vamos a trabajar todos los días.

Trabajo en el servicio de Urgencias de un gran hospital de la Comunidad de Madrid y como enfermera jamás en mi vida profesional me he tenido que enfrentar a algo tan duro como esto.

Es muy duro, muy duro, tener que estar en la primer línea y no saber ni cómo debes actuar porque nadie en ningún momento te ha explicado cómo hay que proceder. Nadie te ha formado para ponerte un EPI correctamente. Protocolos diferentes en cada unidad, protocolos que cambian de un día para otro, material insuficiente, personal insuficiente, cambio de circuito de trabajo prácticamente a diario... y todo esto atendiendo a una media de 30 pacientes tu sola, con un EPI que no sabes si es el adecuado y teniendo que improvisar sobre la marcha.

Si se pudiera definir este periodo con una palabra sería esa: improvisación. Es todo lo que hemos visto a diario en los hospitales madrileños, decisiones mal tomadas y a destiempo, pero que supongo que son fáciles de tomar desde un despacho, sin ponerse un EPI durante 7 horas, sin tener que sudar, sin estar sin comer horas y horas ni viendo cómo la gente se muere a tu alrededor porque no llegas. Y es así: no llegas a todo.

Los primeros días, me iba a casa hecha una mierda, y como yo, sé que el resto de los compañeros también, por llevar sobre tus hombros tanta responsabilidad, tanta impotencia, tanto sinsentido, tanto cansancio y a la vez intentar no infectarte, intentar no infectar a tu familia… Ya os lo puedo decir: ha sido y es realmente agotador.

Yo me he sentido como una verdadera montaña rusa estos días. Días en los que me levantaba mal y me acostaba aún peor, días en los que hacías algo un poco más humano por un paciente y te volvías a sentir en cierta manera enfermera, y días en los que intentabas mirar a otro lado porque ya no te quedaba hueco para tanto sufrimiento.

Hablo de montaña rusa emocional porque nadie nos ha preparado para enfrentarnos a esto. Nos hemos visto completamente olvidados y desamparados por todos, por políticos, por el gobierno, por nuestra comunidad autónoma, por la dirección de cada hospital. Como digo, supongo que es muy fácil tomar decisiones en un despacho, es muy fácil organizar una batalla sin haber estado nunca en un campo de combate, y es muy fácil mandar a la guerra a unos soldados sabiendo que no disponen de una armadura segura… Así nos hemos sentido todos desde que comenzó este calvario.

Hubo momentos en los que pensé que me volvería loca o que, si no caía por “el bicho”, caería por agotamiento físico y/o mental. Dejé de ver la tele, me dediqué a trabajar, a intentar dar lo mejor de mí y descansar en mis ratos libres. En esos ratos, era imposible desconectar, así que empecé a escribir sobre cómo me sentía, porque es difícil de explicar esto a tu familia, a tus amigos, a gente que no lo está viviendo en primera persona a diario. Sin el apoyo de los compañeros creo que no quedaría ningún enfermero cuerdo.

Y no me malinterpretéis, me considero una persona optimista, luchadora y resiliente, pero había días que no encontraba las fuerzas para enfrentarme a otro turno. He trabajado toda mi vida en urgencias, sé lo que es trabajar a destajo, pero esto es otra cosa. A día de hoy me sigo preguntado: ¿cómo hemos podido llegar hasta aquí así?

Nunca me he sentido una heroína, siempre he amado mi profesión. Una profesión en la que humanizar (esa palabra que tanto se nos ha olvidado estos días) es el centro de nuestro trabajo y nos hace únicas. Pero, ahora, desde casa, os quiero dar las gracias a todos, porque nunca he estado más orgullosa de una profesión.

Esto pasará, todos lo sabemos y seguramente se olviden de lo que hicimos, pero yo no. GRACIAS a todos mis compañeros que alguna vez han currado conmigo y a los que no conoceré nunca, GRACIAS porque si estáis leyendo esto es que también os habéis montado en esta montaña rusa que nos ha tocado vivir.

Yo me he tenido que bajar, y ahora os apoyo desde el otro lado. Me he tenido que bajar por la exposición diaria que vivimos, por no tener EPI adecuados, porque he dado positivo de covid-19 como tantos profesionales en este país. Y no quiero preguntarme cuándo o cómo ha sido, solo quiero centrarme en cuidar de mí, eso que también se nos ha olvidado tanto en estos días. Cuidaos y ánimo.


El contacto que me resisto a borrar

José Antonio Pacheco Márquez / Alcalá de Henares

Ahora, en los últimos días, cuando recorro mi lista y llego a la letra C, veo su nombre: Caecita. Sí, cuando lo di de alta, me equivoqué. Nunca lo corregí, yo sé quién era, yo sé quién es (para mí es, todavía). Tendría que haber puesto Cabecita, no Caecita. Ahora, aparece su nombre en el teléfono y surge, íntimamente, la duda: ¿doy al botón de llamar o al de borrar? Nuestros deseos, irracionales por el dolor en ese momento, nos empujan a intentar una nueva llamada, un último contacto. ¿Y si todo ha sido un sueño, una pesadilla horrible y oigo su voz al otro lado? Pero se impone la cruel realidad e, instintivamente, nuestro ser racional dirige la yema de nuestro dedo hacia el botón de eliminar. Pero en el último momento, no sé por qué, me arrepiento.

Josés hay muchos, pero Cabecita (Caecita) solo hay uno. José Nevado Pacheco, mi primo, a quién se ha llevado esta terrible plaga bíblica que asola la humanidad en estos días. Yo creo que ese apodo se lo puso él mismo. Hacía gala del tamaño de su cabeza (irónicamente). Grande, muy grande, como su tripa, pero mucho más grande era su corazón.

Ese enorme corazón que para nuestra alegría ya le mantuvo con vida hace muchos años, después de estar en coma, pero que ahora no ha podido aguantar. Corazón grande, risueño, generoso, familiar, trabajador infatigable, amigable, sincero, amable, besucón, cariñoso. Todo eso, y más, le cabía en su enorme corpachón de sano extremeño.

Y así le recordaré. Derrochando generosidad y cariño por los pasillos del hospital visitando a los amigos enfermos y aún sin ser amigos. Cuantas veces le llamaba, le preguntaba dónde estaba y la respuesta era: subiendo o bajando del hospital visitando a uno o a otro. Cruel paradoja que nadie haya podido visitarle a él. La muerte siempre es cruel, en estos días está siendo, si cabe, también injusta.

Le recordaré cuando, en un viaje al pueblo, al pasar por una finca a más de 15 kilómetros todavía antes de llegar, me contaba que él, con 13 o 14 años, iba todos los días desde el pueblo andando, después de levantarse a las cuatro de la mañana, para trabajar la jornada y volver a su casa casi de noche otra vez. Cómo pasaba el día con un trozo de pan y queso y bebiendo agua de los manantiales. Dureza de vida que forjó un hombre fuerte y amante de la vida. Buena cosecha de hijos y nietos deja.

Sus paisanos del Centro Extremeño de Alcalá de Henares, le recordaremos siempre gruñón en las amanecidas para preparar el fuego en la matanza. Allí fue, hace nada, la última vez que nos besuqueamos. Qué tristeza, qué pena, qué congoja cuando a los pocos días conocí la noticia.

Vida dura, pero vida feliz. Te quiero, “caecita”.



“Smokers outside the hospital doors”

Lydia Fernández Pereda / Las Rozas (Madrid)

Esta era la canción de Editors que, inevitablemente, resonaba en mi cabeza en la sala de espera del quirófano de pediatría del Hospital La Paz la madrugada del sábado 18 de abril. Esperaba, tremendamente sola, a que terminaran de operar a mi hijo de 10 años, quien unas horas antes había empezado a sufrir un ataque de apendicitis. No era el hospital que nos corresponde por residencia, pero nos habían derivado del Puerta de Hierro tan solo un par de horas antes, puesto que toda la cirugía pediátrica estaba concentrada en La Paz. A lo surrealista de la situación, a la llegada al hospital en ambulancia, con mascarillas y guantes, en mitad de la noche, con las inquietudes obvias de una madre al ver pasar a su hijo por un mal trago así, se unía una preocupación casi inconsciente por encontrarme en uno de los epicentros sanitarios de esta terrible pandemia.

Cuando por fin salió el cirujano, una hora y media después, a las dos de la mañana, poco me faltó para echarme a sus brazos, llorando. En esa hora y media de soledad, de mirar a la pantalla de mi móvil con los ojos enrojecidos del cansancio y la tensión (es una de las cosas que más estoy aborreciendo de esta situación, estar casi permanentemente detrás de una pantalla), recuerdo que no dejaba de pensar que ese verso de Editors (“The saddest thing that I’ve ever seen were smokers outside the hospital doors”) no tenía nada de cierto. Pocas veces en mi vida recuerdo haber sentido una tristeza más infinita ni una soledad más asfixiante —ni un familiar que me pudiera acompañar en mis preocupaciones de madre con café de máquina— que aquella noche del 18 de abril de 2020, esperando a que todo saliera bien dentro del quirófano donde operaban a mi hijo de 10 años. Con permiso de Tom Smith & Co., sí hay cosas más tristes que los fumadores a las puertas de los hospitales.

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