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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vigor híbrido

El racismo ha sido siempre la maquinaria más avanzada de destrucción masiva que ha conocido el mundo

Una trabajadora de la Cruz Roja y uno de los migrantes que lograron cruzar a Ceuta el martes se abrazan.Vídeo: EFE
Javier Sampedro

Los conflictos de frontera, como el que ha vivido Ceuta estos días, nos devuelven una y otra vez a la estupidez del racismo. Lo que la extrema derecha de Vox y sus hordas digitales han regurgitado sobre la pobre gente engañada que ha recalado en el pedregal del Tarajal, no hablemos ya de sus ataques vomitivos a una voluntaria de Cruz Roja y que me niego a reproducir aquí, tiene muy poco de novedoso. Es el mismo racismo que ha convertido la historia de la humanidad en un infierno de sangre y fuego. Unido a la religión, el racismo ha sido siempre la maquinaria más avanzada de destrucción masiva que ha conocido el mundo, y el germen de todos los conflictos armados del siglo XX, incluidas las dos guerras mundiales.

Contra una opinión generalizada, el racismo no proviene de una cultura enferma ni de las arengas de un líder. Es reprimirlo lo que requiere cultura y liderazgo. El racismo es más bien un virus integrado en nuestros circuitos desde la noche de los tiempos, y se puede observar hasta en las hormigas. En biología hay un concepto llamado selección de grupo. En las especies, como los elefantes y nosotros, en que la cooperación es clave para sacar adelante a los hijos, los genes que la promueven —los hay, créanme— pueden llegar a ser tan importantes como los que fomentan la fuerza y la fertilidad, que son las dianas tradicionales de la biología evolutiva. Ello implica que no solo el individuo y su familia directa, sino también su tribu o manada deben protegerse de los demás, a costa, naturalmente, de excluirlos a todos. En nuestra especie, el perímetro de la cooperación se puede extender con facilidad a un barrio, una ciudad o un territorio. El objetivo de un humanista es ampliar el perímetro hasta que abarque a la humanidad entera. Las fronteras y los nacionalismos buscan exactamente lo contrario, un regreso a la estepa del pensamiento de la que venimos. La vuelta a la tribu.

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Un pinzón de las islas Galápagos, del género Geospiza.
El gen que encendió la mente de Darwin

Las islas Galápagos, a mil kilómetros de la costa pacífica de Ecuador, fueron la chispa que encendió la mente de Darwin durante la travesía del Beagle. Hay una historia curiosa sobre esto. En 1835, en cuanto Darwin, el capitán FitzRoy y la tripulación desembarcaron en las Galápagos, el gobernador de las islas informó al naturalista de que las tortugas del archipiélago diferían sutilmente de una isla a la otra. Darwin no percibió de inmediato la importancia de esa observación, y se dedicó a recolectar pinzones y otras especies. Ya en el viaje de vuelta, y tras ver que los pinzones diferían en cada isla, recordó el comentario del gobernador y quiso revisar las tortugas que pudiera haber en el barco. No quedaba ni una. El cocinero las había usado para hacer sopa y había tirado los caparazones por la borda. De ahí que Darwin se tuviera que centrar en los pinzones, que al final le hicieron el mismo servicio. Una única especie llegada del continente se había diversificado en cada isla. Darwin vio enseguida que eso significaba que las especies no eran estables, como sostenía la ortodoxia de la época, sino que evolucionaban a partir de un origen común. Lo adjudicó después a su teoría de la selección natural y a las grandes escalas de tiempo.

Peter y Rosemary Grant, una pareja de científicos de Princeton, descubrieron en 1981, en la isla Daphne Mayor, un macho raro con plumas oscuras que cantaba una melodía ajena a la isla, una vez tras otra, como esos pianistas de los bares que se tiran toda la tarde tocando la misma pieza sin por ello mejorar en su ejecución. La genética demostró después que era un pinzón que había llegado a Daphne Mayor desde La Española, otra isla del archipiélago a 100 kilómetros de distancia, pero incluso antes de eso los Grant habían puesto toda su atención en aquel macho que no encajaba ni en la isla ni en la teoría. ¿Qué haría en su nueva isla? ¿Perecería por falta de comida, se extinguiría por falta de sexo? Tout au contraire, Hastings!, como diría Poirot.

El macho de La Española se reveló como un macho a la española, se encaprichó de una pinzona local y entre los dos engendraron cinco hijos perfectamente saludables. Y más racistas que sus padres, por cierto, porque solo se cruzaron entre ellos, y así siguen haciéndolo. Es la receta perfecta para crear una nueva especie, y no cuesta cientos de millones de años, sino una sola noche de amor aviar. Estos hijos de dos islas tienen un tamaño y un pico distintos a los de sus ancestros que les han permitido ocupar un nuevo nicho en Daphne Mayor, un entorno previamente inaccesible para los pinzones de la isla. Vigor híbrido. La receta definitiva contra el racismo.

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