México rebasa las 50.000 muertes por la pandemia

El perfil de los fallecidos muestra una incidencia preocupante en las personas de mediana edad propiciada por las comorbilidades y la vuelta al trabajo

Una familia visita el cementerio de San Miguel Xico el 5 de agosto de 2020, en medio de la pandemia del coronavirus.
Una familia visita el cementerio de San Miguel Xico el 5 de agosto de 2020, en medio de la pandemia del coronavirus.PEDRO PARDO (AFP)
Jorge Galindo

Antes de que se confirmase la presencia del virus en México, el Gobierno ya lo asumía como inevitable. El 28 de enero, el subsecretario de Salud Hugo López-Gatell, por aquel entonces aún no tan famoso, advertía: “Les garantizo que va a llegar a México”. Un mes después era confirmado el primer caso en la capital. Las autoridades activaron un plan que nunca estuvo dirigido a suprimir por completo el contagio, sino a ralentizarlo, a mitigarlo. No sabemos qué habría sucedido con una estrategia distinta, pero con la actual el país ha superado este jueves una barrera simbólica: 50.000 muertes confirmadas por pruebas diagnósticas hasta el 6 de agosto, cinco meses después del inicio oficial de la epidemia. A esta cifra de 50.517 se le añadirán bastantes fallecimientos más por el gran número de casos sospechosos que aún permanecen a la espera de una confirmación.


La distribución territorial de las víctimas no es pareja. Los efectos han sido nítidamente más intensos en ciertas áreas: en el norte y en las zonas urbanas, en la capital y sus alrededores. También en otras ciudades grandes y medianas como Culiacán (Sinaloa), o las fronterizas Tijuana y Mexicali en Baja California; Juárez, en Chihuahua; o Hermosillo, Sonora. En esta distribución se aprecia la arquitectura inicial del contagio: densidad poblacional y puntos de importación de contagios, principalmente vía Estados Unidos en el norte del país o vía aérea y terrestre en las urbes que son cruce de caminos para mexicanos y extranjeros. Desde ahí, y una vez que enfocamos el microscopio gracias a la alta resolución que nos permite la base de datos de la Secretaría de Salud, a los factores territoriales se añaden otros demográficos, sociales e incluso materiales.

Como sucede en otros países, los hombres son mayoría: los estudios han comprobado que este virus se ceba diferencialmente con el sexo masculino. También con los de edad más avanzada, si bien la presencia de muertes de mediana edad es una llamativa particularidad mexicana.

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Con ambas viene la mayor incidencia en ciertos sectores socioeconómicos, observados gracias a la particular forma de la sanidad mexicana. El sistema de salud en el país está muy fragmentado: su columna vertebral está formada por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y el Seguro Social al Servicio de los Trabajadores del Estado (ISSSTE). Ambas plataformas atienden a trabajadores formales. Mientras, el otrora Seguro Popular, absorbido en esta Administración por el Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI) y el brazo del IMSS con ese mismo apellido, se centran en trabajadores informales o no remunerados de manera estable. Por último, las porciones del sistema que son totalmente privadas, el seguro de PEMEX o los propios de las Fuerzas Armadas (Sedena y Semar) tienen un nivel de gasto per cápita nítidamente superior (como muestra un informe realizado por Judith Senyacen Méndez, del Centro de Investigación Económica Presupuestaria). La inmensa mayoría de las muertes, entre ellas de los asegurados, no están en este último segmento, sino en los anteriores.

El más sobrerrepresentado es el tronco central, precisamente aquel que cubre a trabajadores formales. Seis de cada diez muertes confirmadas para menos de la mitad de asegurados. Aún más significativo es que esta incidencia de los asegurados por el IMSS y el ISSSTE se ha hecho más profunda con el avance de la epidemia.

Se combinan aquí dos efectos. Por una parte, es probable que la base del sistema esté asumiendo más casos de covid por la propia emergencia. Por otra, la exposición de los sectores trabajadores al contagio se ha venido expandiendo conforme el país entraba en la denominada “nueva normalidad”. La desproporcionada incidencia entre los hombres (casi dos tercios de las muertes, mientras en países como Brasil está por debajo del 60%) y, sobre todo, en aquellos entre 45 y 64 años, apunta en esta misma dirección. Es en este segmento poblacional donde se concentra, al mismo tiempo, la mayor parte de trabajadores remunerados con empleos fuera del hogar, sin posibilidades de trabajar desde casa, y también con más riesgo ante un eventual contagio: por sexo, edad y comorbilidades.

Víctimas no tan ancianas

Una de las primeras evidencias que recogieron los científicos con los brotes asiáticos del virus era la enorme brecha de efectos que tenía la covid según la edad de los pacientes. La proporción de muertes por total de infectados se multiplicaba en cada escalón de edad a partir de, aproximadamente, los 60-65. Entre los mexicanos, esta forma cambia un poco: los más ancianos abundan, pero cuatro de cada diez muertes confirmadas estaban entre los 45 y los 65. Esta proporción era aún mayor al principio de la epidemia: llegaba al 50%.

Es verdad que podría existir un sesgo en el reporte que explicase esta particularidad: cincuenta mil son las muertes confirmadas, pero las probables son muchas más. El propio Gobierno presentaba un estudio preliminar en el que comparaba el exceso de muertes por cualquier causa durante la época de la epidemia en 2020 con los mismos meses de años anteriores. Eran más de 71.000 hasta finales de junio para veinte Estados, muy por encima de las apenas 22.690 confirmadas en las mismas entidades. Lo interesante es que la división por edad reproduce, ampliando incluso, lo que observamos con las muertes confirmadas.

Al tratarse de porcentajes de exceso respecto a años anteriores, es hasta cierto punto esperable la mayor proporción en un segmento entre el que, normalmente, hay menos muertes. La diferencia con los ancianos es igualmente muy significativa. Ayuda a dimensionar esta particularidad una comparación con España, donde el desarrollo de la epidemia fue completamente distinto: súbito e intenso, con un contagio concentrado en residencias de ancianos. En consecuencia, el exceso de muertes en comparación con años anteriores sí crece paulatinamente con la edad.

En cualquier caso, esta diferencia no se da solo en comparación con España. Brasil, un país que comparte varios rasgos de desigualdad, pobreza y estrategia de mitigación del virus con México, tiene un 60% de fallecidos a partir de los 65 años, bastante más que la escasa mitad mexicana.

Lo distintivo de este patrón merece estudios detallados y exhaustivos que solo podrán realizarse una vez se haya posado la polvareda producida por el huracán. Sin duda, un foco de atención primordial serán las comorbilidades.

El país de las comorbilidades

Que México es uno de los países con mayor incidencia de obesidad, sobrepeso y otras condiciones derivadas de la nutrición es un factor bien estudiado. Un trabajo reciente cifra en más de seis de cada diez la proporción de personas por encima del peso recomendado. La diabetes y la hipertensión, asociadas habitualmente con estos cuadros sociosanitarios, son también frecuentes entre la población y sobrepasan las habituales barreras de edad. El caleidoscopio de las comorbilidades se vuelve por tanto en un filtro imprescindible para conocer y entender lo que ha sucedido con estas 50.000 personas.

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Un tercio de los fallecidos por covid de más de 20 años y menos de 45 sufría de obesidad. Un 28% pertenecía a la siguiente franja de edad. Con la diabetes sucede algo similar: 13% de incidencia entre las muertes de 45 a 64 años. La hipertensión, por el contrario, es un factor que crece de manera más natural con la edad. Aún más elocuente es el rubro de la migración: la obesidad es en particular una comorbilidad propia de mexicanos, en una proporción que incluso triplica a los extranjeros.

El virus ya ha demostrado su capacidad para esquivar predicciones en el pasado. Al mismo tiempo, los datos indican que la dirección del contagio se ha mantenido relativamente estable, concordando con la estrategia de mitigación que se implementó casi desde el primer momento. No hay razones fuertes, salvo sorpresa, que haga pensar que la trayectoria actual se vaya a modificar sustancialmente. No hasta que los tratamientos avancen lo suficiente para disminuir la severidad de la enfermedad. O, en ausencia de avances científicos accesibles, hasta que porciones significativas en un país tan grande y complejo como México adquieran inmunidad por pura exposición, algo que solo engrosará de manera paulatina pero inexorable la suma total de muertes.

Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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