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Adolfo Nicolás, el Papa Negro que reconcilió a los jesuitas con el Vaticano

El prepósito general de la Compañía de Jesús vivía en Tokio desde que renunció en 2016

Adolfo Nicolás, en Barcelona en 2008.
Adolfo Nicolás, en Barcelona en 2008.Carmen Secanella (EL PAÍS)

Al frente de la Compañía de Jesús entre 2008 y 2016, el prepósito general Adolfo Nicolás, palentino de Villamuriel de Cerrato, llegó al cargo cuando todavía no había amainado la inmisericorde tormenta que desató contra los jesuitas Juan Pablo II, más partidario del Opus Dei y de los Legionarios de Cristo. Nicolás falleció ayer en Tokio a los 84 años. Su sucesor, el venezolano Arturo Sosa, lo comunicó por carta a los miembros de la congregación, la más numerosa del catolicismo. “Fue un hombre sabio, humilde, libre y generoso; conmovido por los que sufren en el mundo, pero a la vez rebosante de la esperanza que le infundía su fe; excelente amigo, de los que aman la risa y hacen reír a otros”, escribe Sosa.

Nicolás era, sobre todo, un misionero. Tras su noviciado en el enorme caserón de los jesuitas de Aranjuez (Madrid), hoy residencia de ancianos, fue enviado con 24 años a Japón y permaneció en diferentes países de Asia hasta su elección como superior general, como Papa Negro, como se conoce al responsable de los jesuitas. Con esa trayectoria, el sustituto del holandés Peter-Hans Kolvenbach, quien había renunciado al cargo con el disgusto del Vaticano, era una incógnita. Fue el 29º sucesor de san Ignacio de Loyola, el séptimo español.

Era previsible que el generalato de Nicolás sorprendiese al Vaticano, en plena restauración. Nada amigo de las pomposidades eclesiásticas, el jesuita palentino aportaba sensibilidad por las culturas orientales y espíritu de diálogo con otras religiones, además de la marca Arrupe, es decir, el compromiso prioritario con los pobres y por la justicia. Así que su llegada al cargo no fue pacífica, sobre todo porque Benedicto XVI, sucesor del polaco Karol Wojtyla, persistía en el intento de doblegar a la principal congregación del catolicismo romano (unos 18.000 miembros), como escarmiento a las demás. Su idea era intervenir la Compañía, esta vez no por aversión a Pedro Arrupe, prepósito general de la Compañía entre 1965 y 1983, al que Juan Pablo II acusó de encabezar la teología de la liberación, que tanto remordía a la Iglesia de los ricos y los palacios, sino para meter en vereda a congregaciones con las que el pontífice alemán nunca se entendió. Lo acaba de desvelar el historiador Gianni La Bella en el libro Los Jesuitas (editorial Mensajero). Entre otras maniobras, Ratzinger propuso al entonces cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, que se pusiera al frente de la intervención papal.

Bergoglio no se prestó a la maniobra. Y ocurrió poco después lo impensable: Ratzinger dimitió y el jesuita Bergoglio fue elegido papa Francisco. El primer sorprendido fue el superior general. “Era un imposible pensar que uno de los nuestros fuese elegido Papa solo 200 años tras la supresión y 25 después de una intervención papal en el gobierno de la Compañía”, dijo Nicolás. Hablaba con conocimiento. La historia y vicisitudes de los jesuitas han sido un continuo sobresalto, admirados y odiados, perseguidos y perseguidores, dignos de alabanza pero también execrables.

Inmediatamente se entendieron, hasta el punto de que el papa Bergoglio ha impulsado la canonización de Arrupe, impensable hasta entonces —sus dos predecesores lo creían peor que el Diablo—, y ha hecho nombramientos muy señalados entre sus compañeros de congregación, entre otros poner al mallorquín Luis Ladaria al mando de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

También ha dejado Nicolás su impronta en la Compañía, con reformas que sus predecesores retrasaron. En 2014, a los 78 años, anunció su renuncia. Lo hizo ante la Congregación General celebrada en Roma en 2016. Inmediatamente regresó a Asia, primero a Filipinas y después a Japón.

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