Tijuana abre más hoyos en sus ya concurridos cementerios
La covid-19 se ceba en la ciudad fronteriza mexicana con una de las cifras más altas de muertes por violencia
Acostumbrada a la muerte, la ciudad de Tijuana tiene estos días una ración extra. La pala excavadora ha abierto decenas de hoyos en la parte más alta de un cementerio que trepa montaña arriba hasta llegar a un secarral inclemente donde el viento levanta tolvaneras de polvo que se mete en los ojos, se pega a la ropa y cubre los zapatos. Panteón municipal número 12. Eso es todo. El sol abrasa y los periodistas se reúnen bajo la sombra de una furgoneta. Han tomado confianza con los enterradores para que les avisen cuando llegue un covid-19. Los obreros dan los últimos retoques a las tumbas. No se les ve, solo se oyen sus piquetas, que aparecen por encima del hoyo como la varilla de un metrónomo. Cuando el primer coche fúnebre abre su puerta trasera no hay duda: el virus que ha matado a Juan Velasco es el mismo del que habla el mundo entero. Los enterradores cargan el depósito de cloro y rocían el féretro con el atomizador. Es el hisopo de las pandemias.
A Juan Velasco le faltaron cuatro días para cumplir 70 años. Trabajaba en una empacadora de fruta que le mandó a casa por una semana cuando empezaron los síntomas y en ese tiempo se agravó su estado, llegó agonizando al hospital y murió. “Se fue en una silla de ruedas”, dice su hija Nora, que ha dejado a su esposo en casa, también infectado, al cuidado de los niños. La acompañan su hermano Manuel y su cuñada. También el primo Jaime, que se acerca para contar que el virus ha enterrado a su hermano de 47 años. Hizo el mismo recorrido: sin apenas respiración llegó al hospital para morir de inmediato. En la lista oficial de fallecidos por SARS-coV-2 estos casos se registran como “sospechosos”, porque ya nadie les hace una prueba fehaciente. Los que no lleguen al hospital no figurarán ni como sospechosos.
Tras la capital de México, Tijuana, con cerca de 1,5 millones de habitantes, es la población más afectada del país. De las 215 muertes contadas hasta el jueves 27 de abril en el Estado de Baja California, la inmensa mayoría se lloran en esta ciudad, en la cabeza de México y a los pies de Estados Unidos. Fronteriza, su población hermana es San Diego, y ambas se disputan la cuenta de fallecidos, pero un día el récord cae a un lado de la valla migratoria y otro día al otro. Los tres hospitales para la covid-19 de Tijuana suman 113 ventiladores, aunque la última preocupación en México no parece ser la intubación sino el número de médicos capacitados para aplicarla. La ocupación es desigual, pero aún hay margen para recibir pacientes: el hospital General está al 76%, el número 1, al 68% y el 20, al 53% (con datos del pasado 27 de abril). El Gobernador del Estado ha pronunciado una de las frases que serán más célebres en la memoria de esta pandemia. Los médicos y el personal sanitario, dijo, “están cayendo como moscas”. Causó revuelo porque le reprochaba al Gobierno, de su mismo partido, la falta de equipos y material sanitario para garantizar su protección.
En cada hospital hacen lo que pueden. En el General, que depende del Estado de Baja California, el patronato, que tradicionalmente ha empeñado su fuerza recaudatoria en el cáncer infantil, estos días se vuelca en la covid-19 y en dos semanas han conseguido cuatro millones de pesos, que “nunca son suficientes”, lamenta el presidente del patronato, Pedro Iván Pérez Méndez. Cuentan con “protectores estrella”, donantes de toda la vida, pero la solidaridad se reparte entre muchos que teclean en su teléfono covid-19.phgt.org o entran en la página phgt.org para dejar un donativo. “La comunidad está unida, y solo así saldremos adelante”. A pesar de todo, en las puertas del hospital los cadáveres pasan del coche privado a la funeraria sin más protocolo, y de ahí al crematorio. Los que tienen menos dinero hacen su último viaje hasta el Panteón número 12.
A Juan Velasco lo están despidiendo cuatro familiares y un par de amigos. Los enterradores pelean con el ataúd hasta encajarlo en el nicho abierto y la pala excavadora empuja el montón de tierra blanquecina para sepultarlo. El polvo obliga a volver la cara. No hay forma de escapar de él. Ni del calor. Los zopilotes, o quizá son cuervos, planean más arriba de la montaña. Lo más parecido es el cementerio de El Bueno, el feo y el malo: cientos de tumbas con una crucecita miserable, apenas dos palos con un nombre escrito a mano. Túmulo, cruz, túmulo, cruz. Y así una hectárea tras otra, que serán 10 más en breve, “para otros tres años”. A mano escribe también Nora el nombre de su padre y sobre la tierra amontonada clavan dos ramitos de flores que, dos horas después, se habrán vencido con el viento. Por 100 pesos (unos cinco euros), el Rorro y el Muñeco, con sus sombreros blancos, echan unos cantes al funeral, como es costumbre norteña. Más allá del sol, se titula la canción. El Muñeco es un hombre achaparrado de 64 años que se llama Mario Salomón. Es uno de los muchos que en estas tierras todavía preguntan si eso del virus es un invento del Gobierno. Y el Rorro es Hermelando Estrada, de la misma edad. Su madre lo abandonó porque nació con cuatro dientes, dice sentado en una de las tumbas. “Pensaba que yo era un ser diabólico. Me acogieron mis tíos, que no tenían hijos. A los seis años supe que no eran mis padres y lloré mucho, pero los he querido como si lo fueran”. Durante toda la jornada arrastran el acordeón y el tambor ladera abajo, ladera arriba, menos mal que llevan sombrero. La covid-19 también les ha afectado, “porque ahora los entierros son rápidos y no da tiempo ni a cantar”. Pero cada vez que llega un coche fúnebre se oyen unos acordes, a ver si a los deudos les da por encargar una despedida sonora.
Entre las dos y las tres de la tarde se acumula el trabajo para los enterradores. De los 10 o 12 funerales que se celebran esa jornada, unos cuatro serán por covid-19. Si los cubren con tierra, se encargan profesionales con el equipo completo: buzo blanco, mascarilla, gafas. Pero si quieren cerrar con albañilería, los marmolistas lo harán a pecho descubierto, aquí no pasa nada. Algunas cajas vienen envueltas en plástico como las maletas de los aeropuertos. Cuando el finado no es de covid, la familia se consuela con apapachos y besos, muy lejos del protocolo establecido. E incluso los niños corretean por el camposanto. Muchas reglas para tan poco cumplimiento.
Abajo en el hospital, los familiares se concentran en la explanada. Los madrugadores se adueñan de la pírrica sombra de unas palmeras. Esperan que salgan a nombrarles para recibir información de los ingresados. Muchos ya presienten lo peor. Pero antes, la paramédico del altavoz cita el número de altas y se oye un aplauso. Después vendrán los llantos. Varios esperan ya el certificado de la defunción y las ropas del difunto. “Ha muerto mi papá”, dice Edgar Vela. A su lado está la madre, una anciana en silla de ruedas y la hermana. “Lo trajimos ayer y hoy nos llamaron, que había fallecido. Tenía una tosecilla de nada. Esos doctores de las farmacias son una porquería, ni siquiera le checaron. Nunca creímos que esa tos se agravaría, que sería esto. Ayer me llamó mi hermana. Lo trajimos con mucha dificultad para respirar y casi inconsciente. Mejoraba un poquito cuanto tomaba las medicinas y no quería ingresar. Dicen que es neumonía”. Otro caso “sospechoso”.
El hospital es un puro drama. Hasta los que vuelven a su casa caminan con dificultad; salen con esa batita más de papel que de tela, y con los pies descalzos metidos en los patucos hospitalarios. Así montan en el auto entre el ir y venir de ambulancias. La explanada es como un tablero de ajedrez donde los familiares tratan de guardar la distancia debida siguiendo las marcas pegadas en el suelo. Acá un muchacho llora a espasmos y se lleva las manos a la cabeza sin consuelo. Allá una mujer ahoga el llanto abrazada a su pareja. Otros buscan refugio en sí mismos, sentados en el suelo, hechos un ovillo. Los hay que desconfían de lo que pasa tras esas puertas que no pueden franquear; y otros que, sin pruebas, dan por cierto un virus en el que no creían. Muchos, demasiados siempre, como decía el gobernador, “van cayendo como moscas”.
Acostumbrada al ruido de las balas, Tijuana lucha hoy contra un mal silencioso, inverosímil, que llena los hospitales de impotencia y sube al cementerio levantando polvo en el camino. Como una tragedia en el pozo minero, los cadáveres van apareciendo uno tras otro. Cuando llega el tercero al Panteón número 12, en la camioneta de los sepultureros suena una canción melosa y machacona: “qué bonita primavera”, repite. Los periodistas siguen esperando en la estrecha sombra de la furgoneta.
Una vacuna contra la violencia
Las cifras de la violencia en Tijuana opacan una ciudad llena de vida cultural y con un rico paseo gastronómico bañado por el Pacífico. A la morgue local llegan cada día decenas de cadáveres, el 70% sin nombre, quizá migrantes, quizá indigentes. Nadie se llama a engaño cuando en una caminata distraída por las calles principales le depara un cadáver a la vuelta de la esquina. Un policía custodia el cuerpo, indolente, tendido al sol tan largo es, mientras el puesto ambulante, a dos metros, sigue vendiendo tacos. Se trata de una muchacha habitual en la zona, dicen. Por la mañana amanecerá en una sala helada de la sede forense, tan saturada, que antes de que se supiera qué significa covid-19 ya habían ampliado en 120 plazas, a primeros de abril. A estas instalaciones entran 4.000 cuerpos al año, en tal estado muchos de ellos que se entiende por qué los gusanos crujen bajo los zapatos, el piso está sembrado. Las moscas oscurecen el techo. Y ese olor de otro mundo hace buenas las mascarillas, ya no aprietan, ni pican, anchas parecen. Cuerpos verdes, hinchados, cadáveres por el suelo y en las literas de metal. Si es que no caben. ¿Cuántos de ellos llegan con covid-19? Quién sabe. “Los certificados covid son muertes hospitalarias, en teoría, no implican la participación forense”, dice el jefe de estos servicios en Baja California, César Vaca. Pero él mismo menciona dos casos en la capital del Estado, Mexicali, en las últimas semanas, dos suicidios que cuando fueron analizados tenían covid-19. No están en las estadísticas de la pandemia porque otra muerte se adelantó al virus. “Pero parece que eso perdura en los pulmones hasta 48 horas y estamos expuestos a ello. También a tuberculosis y a hepatitis, y al sida… Siempre nos protegemos mucho. Tenemos equipos para ello”, asegura.
El problema vendrá, dice uno de los forenses del centro, cuando muchos de los enfermos de covid mueran en casa y acaben en estas instalaciones. Entonces quizá los equipos no sean suficientes. Y esas salas de luz blanca y olor nauseabundo, con puertas herrumbrosas de grandes cerrojos que hoy amontonan 270 cuerpos, se queden cortas.
En Tijuana, a unos metros de San Diego, con miles de turistas que disfrutan del sol y la playa, hay calles a la orilla del infierno donde se oye el roce de pasos que se arrastran. Con los negocios cerrados, los mariachis dormitan a la espera de clientes y las prostitutas ya ni mienten el hambre; los drogadictos cruzan los puentes como zombis. Tijuana necesita con urgencia una vacuna que no es la de la covid-19.